¿De una imagen a otra? Deleuze y las edades del cine
Por Jacques Rancière
Existiría una modernidad cinematográfica. Ésta opondría
al cine clásico del enlace entre imágenes, narrativo o significante, una
autonomía de la imagen, doblemente marcada por su temporalidad autónoma y por
el vacío que la separa de las demás. Esa ruptura entre dos eras habría tenido
dos testigos ejemplares: Roberto Rossellini, inventor de un cine de lo
imprevisto, que opone al relato clásico la discontinuidad y ambigüedad
esenciales de lo real, y Orson Welles, inventor de la profundidad de campo,
opuesto a la tradición del montaje narrativo. Y sus pensadores habrían sido
dos: André Bazin, que en los años cincuenta teorizó, con bagaje fenomenológico
y resonancias religiosas, el advenimiento artístico de una esencia del cine,
identificada con su capacidad «realista» de «revelar el sentido oculto de los
seres y las cosas sin quebrar su unidad natural»; y Gilles Deleuze, que en los
años ochenta fundamentó el corte entre las dos edades en una rigurosa ontología
de la imagen cinematográfica. A las afinadas intuiciones, a las aproximaciones
teóricas de ese filósofo ocasional que fue Bazin, Deleuze les habría dado una
base sólida: la teorización de la diferencia entre dos tipos de imágenes, la
imagen-movimiento y la imagen-tiempo. La imagen-movimiento sería la imagen
organizada según la lógica del esquema sensoriomotor, una imagen concebida como
elemento de un encadenamiento natural con otras imágenes en una lógica de
conjunto análoga a la del encadenamiento intencional de percepciones y
acciones. La imagen-tiempo se caracterizaría por una ruptura de esa lógica, por
la aparición —ejemplar en Rossellini— de situaciones ópticas y sonoras puras
que ya no se transforman en acciones. A partir de ahí se constituiría
—ejemplarmente en Welles— la lógica de la imagen-cristal, donde la imagen
actual ya no encadena con otra imagen actual sino con su propia imagen virtual.
Cada imagen se separa entonces del resto para abrirse a su propia infinidad. Y
lo que ahora se propone como enlace es la ausencia de enlace; el intersticio
entre imágenes es lo que gobierna, en lugar del encadenamiento sensoriomotor,
un reencadenamiento a partir del vacío. La imagen-tiempo fundaría, de este
modo, un cine moderno, opuesto a la imagen-movimiento que era el corazón del
cine clásico. Entre ambas se situaría una ruptura, una crisis de la
imagen-acción o ruptura del «enlace sensoriomotor» que Deleuze relaciona con la
ruptura histórica de la Segunda Guerra Mundial, y que engendra situaciones que
ya no desembocan en ninguna respuesta ajustada.
De enunciado claro, la división se oscurece tan pronto
como pasamos a examinar los dos interrogantes que suscita. En primer lugar,
¿cómo pensar la relación entre un corte interno al arte de las imágenes y las
rupturas que afectan a la historia en general? Y, en segundo, ¿cómo reconocer
en la concreción de las obras las señales de ese corte entre dos edades de la
imagen y dos tipos de imágenes? La primera pregunta remite al equívoco
fundamental del pensamiento «moderno». Dicho pensamiento, en su figura más
general, identifica las revoluciones modernas del arte con la manifestación por
parte de cada arte de su esencia propia. La novedad propia de lo «moderno»
consiste entonces en que lo específico del arte, su esencia ya activa en sus
anteriores manifestaciones, conquiste su figura autónoma, rompiendo los límites
de la mimesis en que estaba encerrada. Desde este punto de
vista, lo nuevo estaría en todo momento prefigurado en lo viejo. En última
instancia, la «ruptura» no sería más que la peripecia obligada del relato edificante
con la que cada arte demostraría su propia artisticidad al adecuarse al
programa ejemplar de una revolución moderna del arte que ratificaría su esencia
de siempre. Así, para Bazin, la revolución wellesiana y rosselliniana se limita
a cumplir una vocación realista autónoma del cine, ya presente en Murnau,
Flaherty o Stroheim, en contra de la tradición heterónoma del cine del montaje,
ilustrada por el clasicismo griffithiano, la dialéctica eisensteiniana o el
espectacularismo expresionista.
La división deleuziana entre imagen-movimiento e
imagen-tiempo no escapa a ese círculo genérico de la teoría moderna. Pero la
relación entre la clasificación de las imágenes y la historicidad de la ruptura
adopta en su obra un cariz mucho más complejo y desvela un problema más
radical. En efecto, con Deleuze ya no se trata simplemente de hacer concordar
una historia del arte y una historia general: en sus teorías no hay,
propiamente hablando, ni historia del arte ni historia general. Para él toda
historia es «historia natural». La «transición» de un tipo de imagen a otro
queda suspendida en un episodio teórico, la «ruptura del enlace sensoriomotor»,
definido en el seno de una historia natural de las imágenes de raigambre
ontológica y cosmológica. ¿Cómo pensar entonces la coincidencia entre la lógica
de esa historia natural, el desarrollo de las formas de un arte y el corte
«histórico» marcado por una guerra?
Desde el principio, el propio Deleuze nos lo advierte:
aunque su libro hable de cineastas y de películas, aunque empiece del lado de
Griffith, Vertov y Eisenstein para acabar del lado de Godard, Straub o
Syberberg, no es una historia del cine. Es un «ensayo de clasificación de los
signos» a la manera de la historia natural. Pero ¿qué es un signo para Deleuze?
Él nos lo define así: los signos son «los rasgos de expresión que componen las
imágenes y no cesan de recrearlas, llevados o arrastrados por la materia en
movimiento». Los signos son, pues, los componentes de las imágenes, sus
elementos genéticos. ¿Qué es entonces una imagen? Una imagen no es ni eso que
vemos ni tampoco un duplicado de las cosas formado por nuestro espíritu.
Deleuze inscribe su reflexión en la estela de la revolución filosófica que, a
su juicio, representa el pensamiento de Bergson. Ahora bien, ¿en qué se basa
dicha revolución? En abolir la oposición entre el mundo físico del movimiento y
el mundo psicológico de la imagen. Las imágenes no son los duplicados de las
cosas. Son las cosas en sí, el «conjunto de lo que aparece», es decir, el
conjunto de lo que es. De modo que, siguiendo a Bergson, Deleuze definirá la
imagen como sigue: «El camino por el cual pasan en todos los sentidos las
modificaciones que se propagan en la inmensidad del universo».
Las imágenes son, pues, propiamente, las cosas del mundo.
Consecuencia lógica de ello será que «cine» no es el nombre de un arte: es el
nombre del mundo. La «clasificación de los signos» es una teoría de los
elementos, una historia natural de las combinaciones desiendos (étants).
Nada más empezar, esta «filosofía del cine» adopta, pues, un talante
paradójico. En general el cine es considerado como un arte que inventa imágenes
y encadenamientos de imágenes visuales. El libro, empero, afirma una tesis
radical. Lo que constituye las imágenes no es la mirada ni la imaginación ni el
arte. La imagen no debe ser constituida. Existe en sí. No es una representación
del espíritu. Es materia-luz en movimiento. El rostro que mira y el cerebro que
concibe formas son, por el contrario, una pantalla negra que interrumpe el movimiento
en todos los sentidos de las imágenes. La materia es ojo, la imagen es luz, la
luz es conciencia.
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El filósofo francés, Jacques Ranciere |
Podríamos creer que Deleuze no nos habla en absoluto de
arte cinematográfico y que sus dos tomos sobre las imágenes son una suerte de
filosofía de la naturaleza. En su obra, las imágenes del cine son tratadas como
acontecimientos y ordenamientos de la materia luminosa. Un tipo de encuadre, un
juego de sombras y luz, un modo de encadenar unos planos serían, entonces,
otras tantas metamorfosis de elementos o «sueños de la materia» en el sentido
de Gaston Bachelard. Pero no es así. Esta historia natural de las imágenes en
movimiento se nos presenta como la historia de cierto número de operaciones y
combinaciones individualizadas atribuibles a unos cineastas, unas escuelas,
unas épocas. Tomemos, por ejemplo, el capítulo que Deleuze dedica a la primera
gran forma de la imagen-movimiento, la imagen-percepción y, en ese capítulo, el
análisis de la teoría del cine-ojo de Dziga Vertov. Deleuze nos dice esto: «Lo
que hace el montaje, según Vertov, es llevar la percepción a las cosas, poner
la percepción en la materia, de tal manera que cualquier punto del espacio
perciba él mismo todos los puntos sobre los cuales actúa o que actúan sobre él,
por lejos que se extiendan esas acciones y esas reacciones». Esta frase plantea
dos problemas. Primero, cabe preguntarse si es eso lo que Vertov quiso hacer.
Gustosamente objetaríamos que su cámara se guarda muy mucho de poner la
percepción en las cosas. Su propósito, por el contrario, es conservarla en
beneficio propio, unir todos los puntos del espacio a ese centro que ella misma
constituye. Y subrayaríamos el modo en que todas las imágenes de El
hombre de la cámara remiten a la obsesiva representación del operador,
omnipresente con su ojo-máquina, y de la montadora, cuyas operaciones son las
únicas que dan vida a unas imágenes en sí inertes. Pero si aceptamos la tesis
de Deleuze, la paradoja es todavía más radical: Vertov, nos dice, «lleva la
percepción a las cosas». Pero ¿por qué hay que llevarla? ¿Acaso el punto de
partida de Deleuze no era que siempre ha estado allí, que son las cosas las que
perciben, las que mantienen una relación infinita unas con otras? La definición
del montaje se revela entonces paradójica: el montaje confiere a las imágenes,
a los acontecimientos de la materia-luz, unas propiedades que éstos ya poseían.
La respuesta a esta pregunta es, creo, doble. Y esta
dualidad corresponde a una tensión constante en el pensamiento de Deleuze. Por
un lado, las propiedades perceptivas de las imágenes no son sino
potencialidades. La percepción, que se encuentra en estado de virtualidad «en
las cosas», debe ser extraída de ellas. Debe ser arrancada de las relaciones
causa-efecto que determinan las relaciones de las cosas entre sí. Más allá del
orden de los estados de los cuerpos y de las relaciones de causa y efecto, de
acción y reacción que marcan sus relaciones, el artista instituye un plano de
inmanencia en el que los acontecimientos, que son efectos incorpóreos, se
separan de los cuerpos y se integran en un espacio propio. Más allá del tiempo
cronológico de las causas que actúan en los cuerpos, instituye otro tiempo
bautizado por Deleuze con el nombre griego de aiôn: el tiempo de
los acontecimientos puros. Lo que hace el arte en general, y el montaje
cinematográfico en particular, es extraer de los estados de los cuerpos sus
cualidades intensivas, sus potencialidades acontecimentales. En concreto eso es
lo que desarrolla, en el capítulo de la «imagen-afección», la teoría de los
«espacios cualesquiera». El cineasta extrae de relatos y personajes un orden de
acontecimientos puros, de cualidades puras separadas de los estados de los
cuerpos: por ejemplo, en el asesinato de Lulu, en Pabst, el brillo de la luz
sobre el cuchillo, el filo del cuchillo, el tenor de Jack, el «enternecimiento»
de Lulu. Los aísla adjudicándoles un espacio propio, ajeno a las orientaciones
y conexiones de la historia, y en general ajeno al modo en que construimos el
espacio ordinario de nuestras percepciones orientadas y de nuestros
desplazamientos intencionales.
Aquí aparece la segunda razón de la paradoja. En cierto
sentido, no es más que otra manera de decir lo mismo. Pero esa otra manera
induce una lógica muy distinta. Si tenemos que dar a las cosas una potencia
perceptiva que ya «tenían», es porque la han perdido. Y si la han perdido, es
por una razón muy concreta: porque la fosforescencia de las imágenes del mundo
y sus movimientos en todos los sentidos han sido interrumpidos por esa imagen
opaca que se llama cerebro humano. Éste ha confiscado en beneficio propio el
intervalo entre acción y reacción. A partir de ese intervalo, se ha instituido
en centro del mundo. Ha constituido un mundo de imágenes para su uso privado:
un mundo de informaciones a su disposición a partir de las cuales construye sus
esquemas motores, orienta sus movimientos y hace del mundo físico una inmensa
maquinaria de causas y efectos que deben convertirse en medios para sus fines.
Si el montaje debe poner la percepción dentro de las cosas, significa que esa
operación es una operación de restitución. El trabajo voluntario del arte devuelve
a los acontecimientos de la materia sensible las potencialidades que el cerebro
humano les arrebató para constituir un universo sensoriomotor adaptado a sus
necesidades y sometido a su dominio. Algo de emblemático hay entonces en el
hecho de que Dziga Vertov, el representante de la gran voluntad soviética y
constructivista de reorganización total del universo material al servicio de
los fines del hombre, sea simbólicamente afectado por Deleuze a la tarea
inversa: devolver la percepción a las cosas, constituir un «orden» del arte que
devuelva el mundo a su desorden esencial. Es así como la historia natural de
las imágenes puede adoptar el rostro de una historia del arte que mediante su
trabajo abstrae las potencialidades puras de la materia sensible. Pero esa
historia del arte cinematográfico es, en idéntica medida, la historia de una
redención. El trabajo del arte en general deshace el trabajo ordinario del
cerebro humano, de esa imagen particular que se ha instituido en centro del
universo de las imágenes. La pretendida «clasificación» de las imágenes del
cine es, en realidad, la historia de una restitución de las imágenes-mundo a sí
mismas. Es una historia de redención.
De ahí la complejidad de la noción de imagen en Deleuze
y de esa historia del cine que no lo es. Dicha complejidad se hace palpable en
cuanto examinamos los análisis que sostienen la tesis y los ejemplos que la
ilustran. La imagen-tiempo se sitúa más allá de la ruptura del «esquema
sensoriomotor». Pero ¿acaso sus propiedades no están ya presentes en la
constitución de la imagen-movimiento, y concretamente en el trabajo de la
imagen-afección que constituye un orden de acontecimientos puros separando las
cualidades intensivas de los estados de los cuerpos? La imagen-tiempo da al
traste con la narración tradicional al expulsar todas las formas pactadas de
relación entre situación narrativa y expresión emocional, para extraer
potencialidades puras transmitidas por los rostros y los gestos. Pero esa
potencia de lo virtual, propia de la imagen-tiempo, ya está dada en el trabajo
de la imagen-afección que extrae cualidades puras y las integra en lo que
Deleuze llama «espacios cualesquiera», espacios que han perdido las
características del espacio orientado por nuestras voluntades. Los mismos ejemplos
también sirven para ilustrar la constitución de los espacios cualesquiera de la
imagen-afección y la de las situaciones ópticas y sonoras puras del
espacio-tiempo. Tomemos como ejemplo a un ejemplar representante de la
«modernidad» cinematográfica, que es también un destacado teórico de la
autonomía del arte cinematográfico: Robert Bresson. Bresson aparece en dos
momentos significativos del análisis de Deleuze. En el capítulo de la
imagen-afección, su forma de constituir los espacios cualesquiera es opuesta a
la de Dreyer. Mientras que Dreyer necesitaba los primeros planos de Juana de
Arco y sus jueces para liberar las potencialidades intensivas de la imagen,
Bresson ponía esas potencialidades en el propio espacio, en los modos de
establecer susraccords, de reorganizar las relaciones de lo óptico y lo
táctil. El análisis del cine de Bresson operaba, en suma, una demostración
análoga a la realizada en el caso de Vertov: el trabajo de restitución a la
imagen de sus potencialidades interviene ya en todos los componentes de la
imagen-movimiento. Ahora bien, el análisis dedicado a Bresson en La
imagen-tiempo bajo el título «El pensamiento y el cine» recupera, en
lo esencial, los términos del pasaje dedicado a Bresson cuando se habla de la
imagen-afección. Las mismas imágenes son analizadas en el libro I como
componentes de la imagen-movimiento y, en el libro II, como principios
constitutivos de la imagen-tiempo. De modo que resulta imposible aislar, en el
cineasta ejemplar de la «imagen-tiempo», unas «imágenes-tiempo»
cuyas propiedades se opongan a las de las «imágenes-movimiento».
Fácilmente concluiremos que la imagen-movimiento y la
imagen-tiempo no son en modo alguno dos tipos de imágenes opuestas,
correspondientes a dos edades del cine: son dos puntos de vista sobre la
imagen. Aunque trate de cineastas y de películas. La imagen-movimiento analiza
las formas del arte cinematográfico como acontecimientos de la materia-imagen.
Aunque reincida en los análisis deLa imagen-movimiento. La imagen-tiempo analiza
esas formas en cuanto formas del pensamiento-imagen. El paso de un libro al
otro no define el paso de un tipo y una era de la imagen cinematográfica a
otro, sino el paso a otro punto de vista sobre las mismas imágenes. Entre la
imagen-afección, forma de la imagen-movimiento, y el «opsigno», forma
originaria de la imagen-tiempo, no pasamos de una familia de imágenes a otra,
sino más bien de una orilla a otra de las mismas imágenes, de la imagen como
materia a la imagen como forma. Pasaríamos, en pocas palabras, de las imágenes
como elementos de una filosofía de la naturaleza a las imágenes como elementos
de una filosofía del espíritu. Filosofía de la naturaleza. La
imagen-movimiento nos introduce, por la especificidad de las imágenes
cinematográficas, en el infinito caótico de las metamorfosis de la materia-luz.
Filosofía del espíritu, La imagen-tiempo nos muestra, a través
de las operaciones del arte cinematográfico, cómo el pensamiento despliega una
potencia propia a la medida de ese caos. El destino del cine —y el del
pensamiento— no es, en efecto, el de perderse, según algún «dionisismo»
simplificador, en la infinita interexpresividad de las imágenes-materia-luz. Es
el de unirse a ella en el orden de su propia infinidad. Esa infinidad es la de
lo infinitamente pequeño que se iguala a lo infinitamente grande. Expresión
ejemplar de ello es la «imagen-cristal», el cristal del pensamiento-imagen que
conecta la imagen actual con la imagen virtual, que las diferencia en su
indiscernibilidad misma, que a su vez también es la indiscernibilidad de lo
real y lo imaginario. El trabajo del pensamiento consiste en restituir al todo
la potencia del intervalo, confiscada por el cerebro/pantalla. Y restituir el
intervalo al todo equivale a crear otro todo a partir de otra potencia del
intervalo. Al intervalo-pantalla que impide la interexpresividad de las
imágenes y que impone su ley al libre movimiento de éstas, se le opone el
cristal-intervalo, germen que «siembra el océano» —entenderemos, más
sobriamente, que crea un nuevo todo, un todo de los intervalos, de los
cristales solitariamente expresivos que nacen del vacío y vuelven a caer en él.
Las categorías que Deleuze considera propias de la imagen-tiempo —falso raccord,
falso movimiento, corte irracional— no designarían entonces tanto operaciones
identificables que separan dos familias de imágenes como marcarían el modo en
que el pensamiento se iguala al caos que lo provoca. Y la «ruptura del nexo
sensoriomotor», proceso imposible de encontrar en una historia natural de las
imágenes, expresaría en realidad esa relación de correspondencia entre el
infinito —el caos— de la materia-imagen y el infinito —el caos— propio del
pensamiento-imagen. La distinción entre las dos imágenes sería propiamente
trascendental y no correspondería a ninguna ruptura identificable en la
historia natural de las imágenes o en la historia de los acontecimientos
humanos y las formas del arte. Las mismas imágenes —de Dreyer o de Bresson, de
Eisenstein o de Godard— son analizables en términos de imagen-afección o de
opsigno, de descripción orgánica o de descripción cristalina.
Este punto de vista sería, en buena medida,
justificable. No obstante, Deleuze nos lo prohíbe. Es cierto, nos dice, que la
imagen-movimiento constituía ya un todo abierto de la imagen. Pero ese todo
sigue estando gobernado por una lógica de asociación y de atracción entre las
imágenes, concebida a partir del modelo de acción y reacción. En cambio, en la
imagen-tiempo y en el cine moderno, cada imagen sale efectivamente del vacío y
vuelve a caer en él, si bien ahora es el intersticio, la separación entre
imágenes, lo que desempeña el papel decisivo. No sólo hay dos puntos de vista
sobre las mismas imágenes. Hay dos lógicas de la imagen que corresponden a dos
edades del cine. Entre las dos, hay una crisis identificable de la
imagen-acción, una ruptura del enlace sensoriomotor. Y esa crisis está ligada a
la Segunda Guerra Mundial y a la aparición concreta, entre las ruinas de la
guerra y en el desarraigo de los vencidos, de espacios desconectados y de
personajes víctimas de situaciones frente a las cuales no tienen posibilidad de
reacción.
Esta historización declarada relanza evidentemente la
paradoja inicial: ¿cómo puede una clasificación entre tipos de signos quedar
cortada en dos por un acontecimiento histórico externo? ¿Acaso puede la
«historia», tomada como dato inicial en el inicio de La imagen-tiempo,
hacer algo más que sancionar una crisis interna de la imagen-movimiento: una
ruptura interna en el movimiento de las imágenes, en sí indiferente a los
problemas del momento y a los horrores de la guerra? Una crisis de este tipo,
en toda regla, es lo que Deleuze pone en escena en el último capítulo de La
imagen-movimiento. El punto fuerte de esta dramaturgia recae en el análisis
del cine de Hitchcock. Si Hitchcock proporciona un ejemplo privilegiado es
porque su cine compendia, en cierto modo, toda la génesis de la
imagen-movimiento. Integra todos sus componentes: los juegos de luz y sombra,
formados en la escuela de la imagen-percepción desarrollada por el
expresionismo alemán; la constitución de espacios cualesquiera donde las
cualidades puras (por ejemplo, el blanco de un vaso de leche en Sospecha [Suspicion,
1941] o de un campo nevado en Recuerda [Spellbound, 1945])
constituyen un plano de los acontecimientos; la inmersión de esos espacios
cualesquiera en situaciones determinadas; la constitución de un gran esquema de
acción fundamentado en el ciclo acción/situación/acción. La integración de
todos estos elementos define lo que Deleuze denomina «imágenes mentales»:
Hitchcock, nos dice, filma relaciones. El objeto de su cine son los grandes
juegos de equilibrio y desequilibrio que se construyen alrededor de unas pocas
relaciones paradigmáticas, como la relación inocente/culpable o la dramaturgia
del intercambio de crímenes. Este cine marca, pues, un término en la
constitución de la imagen-movimiento: una integración de todos sus elementos.
Pero, según la lógica del trabajo del arte, ese logro también debería
significar el término de ese movimiento de restitución a la imagen-materia de
sus potencialidades intensivas que se opera a través de cada uno de esos tipos
de imágenes cinematográficas. Sin embargo, Deleuze nos presenta ese logro como
un agotamiento. La culminación de la imagen-movimiento es también el instante
en que ésta entra en crisis, en que se rompe el esquema que vinculaba situación
y reacción, sumiéndonos en un mundo de sensaciones ópticas y sonoras puras. ¿Y
cómo se manifiesta esa ruptura? En el análisis de Deleuze lo hace mediante situaciones
de parálisis, de inhibición motriz: en La ventana indiscreta, el
cazador de imágenes Jeff, encarnado por James Stewart, está afectado por una
parálisis motriz: con la pierna escayolada, no tiene más remedio que ser voyeur de
lo que sucede al otro lado del patio. En De entre los muertos, el
detective Scottie, también encarnado por James Stewart, está paralizado por el
vértigo, es incapaz de seguir al criminal que persigue por los tejados o de
subir hasta la cima de la torre donde se perpetra un crimen disfrazado de
suicidio. En Falso culpable la mujer del falso culpable,
encamada por Vera Miles, se sume en la psicosis. La bella mecánica de la
imagen-acción desemboca, pues, en esas situaciones de ruptura sensoriomotriz
que hacen entrar en crisis la lógica de la imagen-movimiento.
A primera vista, este análisis es extraño. La
«parálisis» de estos personajes define, en efecto, un dato ficcional, una
situación narrativa. Y uno no ve en qué sus problemas motores o psicomotores
impiden que las imágenes se encadenen y que la acción avance. Que Scottie sufra
de vértigo no paraliza en nada la cámara, la cual tiene por el contrario
ocasión de realizar un espectacular trucaje al mostrarnos a James Stewart
aferrado a un saledizo, pendiendo sobre un vertiginoso abismo. Nos dice Deleuze
que la imagen ha perdido su «prolongamiento motor». Pero el prolongamiento
motor de la imagen de Scottie suspendido en el vacío no es una imagen de Scottie
alzándose hasta el tejado. Es una imagen que empalma ese acontecimiento con su
continuación en la ficción, el plano siguiente que nos muestra a un Scottie ya
a salvo, pero sobre todo con la gran maquinación —narrativa y visual— a la que
dará lugar su revelada incapacidad: Scottie será manipulado en la preparación
de un falso suicidio que es un crimen real. El vértigo de Scottie no pone
ninguna traba, sino que por el contrario favorece el juego de relaciones
mentales y situaciones «sensoriomotrices» que se desarrollará en torno a las
siguientes preguntas: ¿quién es la mujer que Scottie tiene la misión de
vigilar? ¿Qué mujer cae del campanario? ¿Y cómo cae: suicidio o asesinato? La
lógica de la imagen-movimiento no se ve paralizada en lo más mínimo por el dato
de la ficción. Habrá que considerar entonces que esa parálisis es simbólica,
que Deleuze trata las situaciones ficcionales de parálisis como meras alegorías
para emblematizar la ruptura de la imagen-acción y su principio: la ruptura del
enlace sensoriomotor. Pero si es preciso alegorizar esa ruptura con emblemas
ficcionales, ¿no es porque dicha ruptura es imposible de encontrar como
diferencia efectiva entre tipos de imágenes? ¿No es porque el teórico del cine
tiene que hallar una encarnación visible de una ruptura puramente ideal? La
imagen-movimiento está «en crisis» porque el pensador necesita que esté en
crisis.
¿Por qué lo necesita? Porque la transición desde el
infinito de la materia-imagen al infinito del pensamiento-imagen es también una
historia de redención. Y esa redención siempre es contrariada. El cineasta
restituye la percepción a las imágenes arrancándolas de los estados de los
cuerpos y situándolas en el plano puro de los acontecimientos. Les confiere así
un encadenamiento-en-pensamiento. Pero tal encadenamiento-en-pensamiento es
siempre, al mismo tiempo, una reimposición de la lógica de la pantalla opaca,
de la imagen central que detiene el movimiento en todos los sentidos de las
demás y las reordena a partir de sí misma. El trabajo de restitución es siempre
un movimiento de nueva captura. Lo que pretende Deleuze, entonces, es
«paralizar» esa lógica de la concatenación mental de las imágenes, y para ello
está dispuesto a conceder una existencia autónoma a las propiedades ficticias
de los seres de ficción. Por eso recurre al cineasta manipulador por
excelencia, al creador que concibe un filme como estricto ensamblaje de
imágenes ordenadas para orientar —y desorientar— los afectos del espectador.
Deleuze vuelve en contra de Hitchcock la parálisis ficcional que el pensamiento
manipulador del cineasta impone a sus personajes para sus designios expresivos.
Volverla contra él significa transformarla conceptual mente en parálisis real.
Significativamente, Godard practicará la misma operación con las imágenes del
propio Hitchcock, cuando en Histoire(s) du cinéma sustraiga a
los encadenamientos dramáticos funcionales del cineasta unos planos de objetos:
el vaso de leche de Sospecha, las botellas de vino de Encadenados o
las gafas de Extraños en un tren (Strangers on a train, 1951),
transformados por Godard en naturalezas muertas, en iconos autosuficientes. Por
distinta vía, Deleuze y Godard emprenden idéntica tarea: paralizar el cine de
Hitchcock, aislar sus imágenes, transformar sus ordenamientos dramáticos en
momentos de pasividad. Y a través de Hitchcock ambos se dedican, de manera más
global, a «pasivizar» en cierto modo el cine, a arrancarlo del despotismo del
director para devolverlo, en Deleuze, al caos de la materia-imagen o, en
Godard, a la impresión de las cosas sobre una pantalla transformada en velo de
Verónica.
Aquí no sólo se alcanza el corazón de la singular
relación que Deleuze mantiene con el cine sino, más profundamente aún, el
corazón del problema que el cine plantea al pensamiento en razón del lugar tan
particular que ocupa dentro de lo que se ha dado en llamar modernidad
artística, y que por mi parte prefiero denominar régimen estético del arte. Lo
que este último opone al régimen representativo clásico es, en efecto, una idea
distinta del pensamiento que interviene en el arte. En el régimen
representativo, el trabajo del arte está pensado a partir del modelo de la
forma activa que se impone a la materia inerte para someterla a los fines de la
representación. En el régimen estético, esa idea de la imposición voluntaria de
una forma a una materia se ve recusada. El poder de la obra se identificará en
adelante con una identidad de contrarios: identidad entre lo activo y lo
pasivo, pensamiento y no-pensamiento, lo intencional y lo inintencional. Un
poco más arriba he evocado el proyecto flaubertiano que resume del modo más
abrupto esta idea. El novelista se propone hacer una obra cuyo único punto de
apoyo sea la obra misma, es decir, el estilo del escritor liberado de todo
argumento, de toda materia, afirmando su poder único y absolutizado. Pero ¿qué
debe producir ese estilo soberano? Una obra liberada de todo rastro de
intervención del escritor, con la indiferencia, la pasividad absoluta de las
cosas sin voluntad ni significación. Lo que aquí se expresa es algo más que una
mera ideología de artista: es un régimen de pensamiento del arte que también
expresa una concepción del pensamiento. Éste ya no sería la facultad de
imprimir la propia voluntad en sus objetos, sino la facultad de igualarse a su
contrario. Esa igualdad de contrarios era, en tiempos de Hegel, el poder
apolíneo de la idea que sale de sí misma para convertirse en luz del cuadro o
en sonrisa del dios pétreo. De Nietzsche a Deleuze se ha convertido, en cambio,
en el poder dionisíaco mediante el cual el pensamiento abdica de los atributos
de la voluntad, se pierde en la piedra, el color o la lengua y homologa su
manifestación activa con el caos de las cosas.
Ya hemos visto la paradoja del cine respecto a esa
concepción del arte y el pensamiento. Por su dispositivo material, el cine es
la encarnación literal de esa unidad de contrarios, la unión entre el ojo
pasivo y automático de la cámara y el ojo consciente del cineasta. Los teóricos
de los años veinte se apoyaron en esta tesis para formular el nuevo arte de las
imágenes, asimilable a una lengua propia a un tiempo natural y construida. Pero
no se dieron cuenta de que la automaticidad misma de la pasividad
cinematográfica perturbaba la ecuación estética. A diferencia del novelista o del
pintor, ellos mismos agentes de su devenir-pasivo, la cámara no puede no ser
pasiva. La identidad de contrarios se produce de antemano y, por lo tanto, se
pierde de antemano. El ojo del realizador que dirige el ojo mecánico ya destina
su «trabajo» al estadio de esos trozos inertes de celuloide a los que sólo el
trabajo de montaje dará vida. Ese doble dominio es, de hecho, lo que Deleuze
teoriza en la idea de esquema sensoriomotor: gracias al dispositivo mecánico,
la identidad entre lo activo y lo pasivo se torna omnipotencia de un espíritu
que coordina el trabajo de un ojo soberano y una mano soberana. Nuevamente,
pues, se reinstaura la vieja lógica de la forma que labra la materia. En última
instancia, el ojo del cineasta no necesita mirar por el visor de la cámara.
Precisamente, hay un cineasta que alcanza ese límite: Hitchcock presume de no
mirar nunca a través de la cámara. La película está «en su cabeza»: los afectos
puros extraídos de los estados de las cosas quedan determinados desde el
principio como afectos funcionales destinados a producir la sorpresa o la
angustia del espectador. Hitchcock encarna una cierta lógica del cine que
modifica por completo la identidad estética entre lo pasivo y lo activo para
trocarla en soberanía de un cerebro central. Por eso, al final de La
imagen-movimiento, Deleuze lo hace entrar en escena adoptando la posición
del demiurgo vencido por el autómata que ha creado, afectado a su vez por la
parálisis que había conferido al otro.
La ruptura del «esquema sensoriomotor» no se produce en
ninguna parte como proceso designable mediante unos rasgos precisos en la
constitución de un plano o en la relación entre dos planos. El gesto que libera
las potencialidades, en efecto, siempre las encadena de nuevo. La ruptura está
siempre por llegar, como un suplemento de intervención que al mismo tiempo
fuera un suplemento de desapropiación. Uno de los primeros ejemplos de
imagen-cristal resulta, en este sentido, significativo. Deleuze lo toma de la
película de Tod Browning Garras humanas (The Unknown, 1927).
Sin embargo, resulta bastante difícil señalar, en los planos o raccords de
esta película, qué rasgos marcan la ruptura del encadenamiento sensoriomotriz,
la infinitización del intervalo y la cristalización de lo virtual y lo actual.
Todo el análisis de Deleuze se basa en el contenido alegórico de la fábula. El
protagonista de la película es, en efecto, un hombre sin brazos que ejecuta un
número circense: lanza cuchillos con los pies. Esta lisiadura le permite al
mismo tiempo gozar de la intimidad de la artista ecuestre del circo, que no
soporta las manos de los hombres. No tardamos en descubrir cuál es el problema:
la lisiadura es simulada. El protagonista adoptó dicha identidad para huir de
la policía. Temeroso de que ella se entere y lo abandone, toma una decisión
radical: se hace amputar los brazos. La historia tendrá para él un trágico
final, porque entretanto los prejuicios de la mujer han desaparecido en brazos
del forzudo del circo. Pero lo importante, para nosotros, no reside en la
desgracia del protagonista, sino en la alegoría constituida por esa radical
forma de «ruptura del enlace sensoriomotor». Si Garras humanas emblematiza
la imagen-cristal, figura ejemplar de la imagen-tiempo, no es por ninguna
propiedad de sus planos y sus raccords. Es porque alegoriza una
idea del trabajo del arte como cirugía del pensamiento: el pensamiento creador
debe siempre automutilarse, arrancarse los brazos, para contrariar la lógica
según la cual vuelve a arrebatar incesantemente a las imágenes del mundo la
libertad que les restituye. Arrancarse los brazos significa deshacer la
coordinación entre el ojo que mantiene lo visible a su alcance y la mano que
coordina las visibilidades bajo el poder de un cerebro que impone su lógica
centralizadora. Deleuze subvierte la vieja fábula del ciego y el paralítico: la
mirada del cineasta debe volverse táctil, identificarse con una mirada de ciego
que busca a tientas para coordinar los elementos del mundo visible. Y, a la
inversa, la mano que coordina debe ser una mano de paralítico. Debe sufrir la
parálisis de la mirada que sólo puede tocar las cosas a distancia, sin tomarlas
jamás.
La oposición entre imagen-movimiento e imagen-tiempo
es, pues, una ruptura ficticia. Su relación es más bien la de una espiral infinita.
La actividad del arte siempre debe tornarse pasividad, para, una vez alcanzada
esa pasividad, ser nuevamente contrariada. Si Bresson aparece tanto en el
análisis de la imagen-afección como entre los adalides de la imagen-tiempo, es
porque su cine encarna mejor que ningún otro esa dialéctica central de los
libros de Deleuze y, más profundamente, encarna una forma radical de la
paradoja cinematográfica. El cine bressoniano está constituido, en efecto, por
un doble encuentro entre lo activo y lo pasivo, lo voluntario y lo
involuntario. El primero vincula la voluntad soberana del cineasta a esos
cuerpos filmados que él llama modelos, para oponerlos a la tradición del actor.
El modelo aparece ante todo como un cuerpo plenamente sometido a la voluntad
del autor. Este último le pide que reproduzca las palabras y los gestos que le
indica, sin jamás interpretar, sin jamás encarnar al «personaje» como hace el
actor tradicional. El modelo debe comportarse como un autómata y reproducir con
tono uniforme las palabras que le enseñen. Pero entonces la lógica del autómata
se invierte: al reproducir mecánicamente, sin conciencia, las palabras y los
gestos dictados por el cineasta, el modelo las habitará con su propia verdad
interior, les dará una verdad que él mismo desconocía. Pero esa verdad aún era
más desconocida para el cineasta, y los gestos y las palabras que tiránicamente
impuso al modelo producirán entonces un filme que él no podía prever, un filme
capaz de ir al encuentro de lo que había programado. El autómata, dice Deleuze,
manifiesta lo impensable en el pensamiento: en el pensamiento en general, pero
en primer lugar en el suyo, y también y sobre todo en el del cineasta. Ése es
el primer encuentro entre la voluntad y el azar. Pero luego acaece un segundo:
esa verdad que el modelo manifiesta sin él saberlo, y sin que lo sepa el
cineasta, se le escapará de nuevo. Dicha verdad no está en la imagen que ha
ofrecido a la cámara, sino en el ordenamiento de imágenes que llevará a cabo el
montaje. El modelo sólo proporciona la «sustancia» de la película, una materia
prima análoga al espectáculo de lo visible ante el pintor: «trozos de
naturaleza», dice Bresson. El trabajo del arte consistirá en coordinar esos
trozos de naturaleza para expresar su verdad, para darles vida a la manera de
las flores japonesas.
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Gilles Deleuze |
De este modo, la distancia entre lo que el ojo mecánico
debía captar y lo que captó se ve conjurada y parece perderse en la indiferente
igualdad de esos «trozos de naturaleza» que el artista ha de reunir. ¿No
estaremos entonces, una vez más, ante la vieja tiranía de la forma intencional
sobre la materia pasiva? La cuestión subyace en los análisis que Deleuze dedica
a Bresson. En el corazón de dichos análisis sitúa la cuestión de la «mano» que
emblematiza el trabajo de montaje, es decir, la relación entre voluntad
artística y movimiento autónomo de las imágenes. Bresson, nos dice, construye
un espacio «háptico», un espacio del tocar sustraído al imperialismo óptico, un
espacio fragmentado cuyas partes se conectan «a mano» mediante tanteos. El
montaje es obra de una mano que toca, no de una mano que toma. Y nos da un
ejemplo, nuevamente alegórico, cuando habla de una escena de Pickpocket (1959)
cuyo espacio está construido por las manos de los rateros pasándose el dinero
robado. Pero esas manos, nos dice, no toman, sólo tocan, rozan el objeto del
robo. Esos rateros que no toman lo que roban sino que se contentan con tocarlo
para conectar un espacio no orientado mantienen un evidente parentesco con ese
falso amputado que se transformaba en auténtico lisiado. Pero sin duda es Au
hasard, Balthazar la mejor ilustración de esta dialéctica, ya que la
película no es más que una larga historia de manos. Comienza con el primer
plano, las manos de la niña que tocan el burrito y acto seguido se transforman
en manos que toman y arrastran ese burrito que dos niños quieren convertir en
su juguete. Continúa con las manos de la niña que bautizan al burrito con el
nombre de Balthazar, y luego pasa a las que cargan, golpean o azotan al animal.
Y el burro es, antes que nada, el símbolo de la pasividad. Es el animal que
recibe los golpes. Y eso hará Balthazar hasta ese disparo que lo abate al final
de la película en un asunto de contrabando que acaba mal. Entretanto se habrá
instaurado otro juego de manos: el juego del deseo de Gérard, el golfo que
quiere a la joven María igual que los dos niños querían al asno y cuyo acoso
despliega una perfecta coordinación entre el ojo y la mano. Su mano aprovecha
la noche para hacerse con la mano de María posada en el banco del jardín. Más
tarde cierra el contacto del coche de la chica para inmovilizarla y hacerle
sentir el poder de la mirada que la somete por anticipado, antes de que esa
misma mano se acerque a su pecho y rodee su cuello. Más tarde una mano abofeteadora
obligará a una rebelde María a reconocer quién es el amo, y, más tarde aún, la
mano del molinero se posará sobre la de María para significar, una vez más, su
dependencia.
Toda la película es así la historia de dos víctimas, el
asno y la joven, bajo el poder de quienes afirman su dominio en la coordinación
de la mirada y la mano. ¿Cómo no ver entonces una alegoría al estilo Deleuze?
Gérard, el golfo, acaba siendo el perfecto director hitchcockiano. Como él, se
pasa el tiempo tendiendo trampas, ya sea para provocar accidentes derramando
aceite sobre la calzada, ya para detener el coche de María sirviéndose de
Balthazar como señuelo o para hacer del vagabundo Arsène un asesino haciéndole
creer que los gendarmes vienen para detenerlo y entregándole una pistola. Sin
cesar dispone con sus manos y con sus palabras una cierta visibilidad que debe
producir los movimientos que él desea y permitir nuevos gestos de captura.
Gérard es así la alegoría del «mal» cineasta, el que impone a lo visible la ley
de su voluntad. Pero la paradoja, evidente, estriba en que ese mal cineasta se
asemeja extrañamente al bueno. Cuando su madre le pregunta qué puede ver de
bueno en Gérard, Marie responde: «¿Es que uno sabe por qué ama? Él me
dice: Ven. Yo voy. ¡Haz esto! Yo lo hago». Pero la
igualdad de tono con que la «modelo», Anne Wiazemsky, dice esas palabras acusa
el parentesco entre el poder del cazador Gérard y el del director Bresson. Este
último también les dice a sus modelos: Di esto, y ellos lo
dicen. Haz esto, y ellos lo hacen. La diferencia, se nos dirá, es
que, haciendo lo que quiere Bresson, Anne Wiazemsky hace también algo más,
produce una verdad inesperada que contraría a Bresson. Y la puesta en escena
que Bresson hace de las trampas del director Gérard debe marcar la diferencia
entre las dos «puestas en escena». Esa diferencia, sin embargo, se juega
siempre en el límite de lo indiscernible. Bresson, nos dice Deleuze, construye
espacios «hápticos», conectados a mano. De este modo designa la fragmentación
de planos característica del cine de Bresson. Deleuze quiere ver en ese cine el
poder del intersticio que separa los planos e intercala el vacío entre éstos,
contra el poder de los encadenamientos «sensoriomotores». Pero esa oposición
entre dos lógicas contrarias es casi indiscernible en la práctica. Bresson
emplea planos visualmente fragmentados y raccords que
constituyen elipsis. Una y otra vez nos muestra partes del cuerpo: manos que
tocan un vientre de asno, brazos que hacen el gesto de bautizarlo, una mano que
derrama un bidón de aceite, la misma mano que avanza en la sombra hacia una
mano plantada en la luz. Pero la fragmentación de los cuerpos y de los planos
es en sí misma un proceso ambivalente. Deleuze ve en ella la infinitización del
intervalo que desorienta los espacios y separa las imágenes. Pero del mismo
modo podríamos ver en ella lo contrario. La fragmentación es un medio de
intensificar la coordinación visual y dramática: tomamos las cosas con las
manos, y por tanto no hace falta representar el cuerpo entero. Andamos con los
pies, por tanto es inútil representar las cabezas. El plano fragmentado también
es un procedimiento económico para centrar la acción en lo esencial, eso que
las teorías clásicas de la pintura llamaron momento pregnante de la historia. La
mano de Gérard puede ser reducida a una minúscula sombra negra que sólo toca la
forma blanca a que se reduce la mano de María. Pero esa fragmentación no hace
sino acentuar la «coordinación» implacable de su acoso y del filme que lo
escenifica. Toda la película funciona así según una diferencia casi
indiscernible entre la puesta en escena del cazador voluntario y la del
cineasta de lo involuntario. Desde el punto de vista deleuziano, ello también
significa una cuasi-indiscernibilidad entre una lógica de la imagen-movimiento
y una lógica de la imagen-tiempo, entre el montaje que orienta los espacios
según el esquema «sensoriomotor» y el que los desorienta para que el producto
del pensamiento consciente tenga idéntico poder al libre despliegue de
potencialidades de las imágenes-mundo. La cinematografía de Bresson y la teoría
deleuziana ponen de manifiesto la dialéctica constitutiva del cine, entendido
como el arte que cumple esa identidad primordial entre pensamiento y
no-pensamiento definitoria de la imagen moderna del arte y el pensamiento. Pero
también es el arte que invierte el sentido de esa identidad para reinstaurar el
cerebro humano en su pretensión de convertirse en centro del mundo y poner las
cosas a su disposición. Esta dialéctica fragiliza de entrada toda voluntad de
distinguir mediante rasgos discriminantes dos tipos de imágenes y así fijar la
frontera que separa un cine clásico de un cine moderno.