El entrañable Carlos Monsiváis nos ofrece una visión crítica de lo que se ha llamado NACO, la naquiza, dentro del amplio abanico de la cultura popular mexicana. En una sociedad donde las muestras de clasismo y racismo son cada vez mas evidentes. Ver la reciente marcha, marcha fifí, pidiendo la renuncia del recién llegado presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, este texto de 1976 nos da un piso para analizarlo de manera clara y con el lenguaje y trato característico de nuestro gato-cronista de la segunda mitad del Siglo XX mexicano.
El texto fue tomado de La cultura en México, suplemento de Siempre!, 20 de enero de 1976, número 728.
—Cómprale a la niña una pulsera de plástico. Que se vaya acostumbrando a las joyas desde chiquita.
Notas sobre la estética de la naquiza
Carlos Monsiváis
No
hay que estar ciego desde ningún punto de vista.
—Stanislav Reyi Letz
—Stanislav Reyi Letz
Pórtico
A) La señora en el mercado a su hija:—Cómprale a la niña una pulsera de plástico. Que se vaya acostumbrando a las joyas desde chiquita.
B) El cantante de
fisonomía reciamente nacional en el escenario del teatro de revista:
—Les saluda su amigo el guapo… No es que esté feo sino que estoy mal envuelto... Mucha gente me confunde con extranjero. Dicen que soy alemán.
—Les saluda su amigo el guapo… No es que esté feo sino que estoy mal envuelto... Mucha gente me confunde con extranjero. Dicen que soy alemán.
Los pelados, los léperos
Primero fueron los léperos
(“la leperuza”) y los pelados (“el peladaje”, quienes derivaron su nombre de
status y ontología: “estar pelado”, sin ropa concebible, en esa perpetua
radicación en el futuro que es la carencia de pasado y presente). Los nombres
no describían situaciones económicas o políticas: eran estrictamente sociales.
Fuera de las horas de trabajo y explotación, la clase dominante no distinguía
ni quería distinguir las variedades de la vida popular. Era pedirle demasiado habiendo
voces peyorativas que ubicaban y perpetuaban un anonimato histórico y le
procuraban un rostro único a tantas presencias extrañas y (ocasionalmente)
amenazadoras. Léperos y pelados le aportaron su elocuencia informe a los
saqueos (“Entonces —refiere Payno en Los bandidos de Río Frío— ya no tuvo
límites el furor popular. Los pelados se echaron sobre un tendajón y en
instantes lo dejaron vacío”) y se esparcieron como la turbamulta que se deja
conquistar sin oponer más resistencia que el acecho adulón a los vencedores o
se deslizaron en las páginas de las novelas, de Lizardi a Juan A. Mateos, de
Mariano Azuela a Carlos Fuentes, para otorgarle paisajes rumorosos y festivos
héroes y hazañas. A esta plebe la “gente decente” (la Sociedad Mexicana) la vio
siempre nebulosa y afantasmada y la castigó por añadidura bautizando en su
deshonor las “zonas prohibidas” del lenguaje: las “leperadas”, las “peladeces”.
Expulsados del paraíso, los desplazados quedaron a disposición de las
escenografías costumbristas para negárseles en cambio esa incapacidad de
concreción que es la falta de “urbanidad” y “buenas maneras”. Sin sociedad no
hay personalización. ¿Alguien recuerda, fuera de las prontamente
comercializadas leyendas de bandoleros sociales, Chucho el Roto o el Tigre de
Santa Julia, a un lépero o a un pelado que en nuestra literatura se represente
a sí mismo y no a la tipicidad, que sea algo más que una abstracción tediosa o
ridiculizable?
A lo largo de la novela de
la Revolución, persistió el deseo de identificar al Pueblo con la barbarie. En
la “bola”, los escritores vieron a los campesinos armados desplegarse ingenuos,
crédulos, zafios, rudos, vulgares, crueles, insaciablemente criminales. Sus
equivalentes citadinos, por lo contrario, no fueron vistos con temor sino con
risas. En la urbanización de la violencia popular, en la transposición del
mundo de la Naturaleza al mundo de la Sociedad, se van demostrando las
singularidades del control largamente ejercido y de un mayor juego de
asimilaciones. El teatro frívolo introduce a la relajienta gritería de su
auditorio la primera tipología de los pobres urbanos y de sus lenguajes: los
peladitos y las peladitas, los borrachitos que dicen la verdad para atenuar la
lástima, las indias ladinas y pueriles que en su idólatra asombro se dejan
engullir por la ciudad, las prostitutas y los albures como las únicas
referencias públicas a la vida sexual. El peladito es bienvenido: por vía de la
caricatura inevitable, a los marginados de la ciudad de México se les reconoce
el derecho a rostros, gestos, entonaciones, vocabulario. La burguesía celebra
al peladito: la risa como técnica de volver inofensivo al enemigo latente. El
pelado ríe del peladito: la risa como gratitud al verse tomado en cuenta así
sea de modo grotesco.
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Mario Moreno "Cantinflas" la figura por antonomasia del "peladito" en México. |
En la carpa, en el teatro
frívolo, la eclosión a mediados de los treinta es Mario Moreno Cantinflas, el
peladito que, con vigor dual vuelve presencia y ocultamiento a la fuerza
popular que encarna. Los marginados festejan lo que hay en él de popular. Los
incluidos (sabiéndolo o no) se entusiasman con lo que hay en él de inofensivo.
Cantinflas agrada, complace, qué divertido con su indumentaria popular que sin
más trámite se torna disfraz, la gabardina y el pantalón por debajo de la
rodilla y la angustia dislálica por hacerse de un idioma: “Cada quien por su
lado / ya ve / pues vamos a ver / se acabó…”. Engarróteseme ahí. Por la
intercesión de Cantinflas el peladito queda inmóvil pese a su cabeceo y su
manejo dancístico del cuerpo que se combina con la emisión laberíntica de
frases que nada significan ni nada pueden significar. El habla-por-aproximación
se petrifica: cómo serás gacho, soy bien chicho, de atiro me cae suavena y
Zacuanpan le dijo a Botas, si ya no te gustan éstas mi compañero trae otras. El
albur, mi hermano, y a lo mejor el peladito no fue así o no quiso ser así o le
daba igual o era completamente distinto, pero como no disponía de voz ni de
canales expresivos así se le registró y así —a través de los medios masivos— la
clase en el poder se ha ido imaginando a las clases populares y, al no haber de
otra, las clases populares se han dejado colgar ese santito. Rondas infantiles
bajo la autocracia: lo que dice la mano que es la tras, eso es la tras.
El peladito es bienvenido: por vía de la caricatura inevitable, a los marginados de la ciudad de México se les reconoce el derecho a rostros, gestos, entonaciones, vocabulario. La burguesía celebra al peladito: la risa como técnica de volver inofensivo al enemigo latente.
La correspondencia entre
los designios de la mentalidad clasista y la obediencia de la realidad se da
fundamentalmente a través del cine. ¿Con qué autoridad pueden los pelados y
léperos de las butacas discrepar de la imagen (tono de voz, visión del
melodrama, sentido del humor, decoración hogareña y vestuario) que se entroniza
en la pantalla? El vulgo le bebe los vientos a sus arquetipos: David Silva en
Campeón sin corona o Esquina bajan, Víctor Parra en El Suavecito, Pedro Infante
en Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, Adalberto Martínez Resortes en Los
Fernández de Peralvillo, Fernando Soto Mantequilla en cualquiera de sus
películas. El peladito no agrede, no inquieta, no interrumpe. Es ya uno más de
los sueños regocijados del desarrollismo.
La aparición del naco
A finales de los cincuenta
y a principios de los sesenta, se desentierra en la ciudad de México una ofensa
quintaesenciada, “naco”, voz aplicada con insolencia creciente. Los nacos,
aféresis de totonacos, la sangre y la apariencia indígena sin posibilidades de
ocultamiento. El término se pretende más allá de la ubicación socioeconómica
(como antes se dijo: “tendrá mucho dinero pero en el fondo sigue siendo un
pelado”, ahora se declara: “Ni cien millones más le quitan lo naco”) pero la
naquiza, ese género implacable, es noción que forzosamente alude a un mundo
sumergido, lejos incluso de la óptica de la filantropía, y es noción que
extiende y actualiza todo el desprecio cultural reservado a los indígenas. Lo
que testimonios antropológicos como Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis van
descubriendo, de inmediato se vuelve folclore urbano.
...la naquiza, ese género implacable, es noción que forzosamente alude a un mundo sumergido, lejos incluso de la óptica de la filantropía, y es noción que extiende y actualiza todo el desprecio cultural reservado a los indígenas.
¿Quién se preocupa por la
vida de relación de la naquiza, por los vínculos y las contradicciones entre su
fisonomía y sus posibilidades de éxito, por su aprehensión del mundo
circundante? La izquierda misma niega la existencia de problemas sociales y en
todo caso remite su solución al advenimiento del socialismo.
El peladito no agrede, no inquieta, no interrumpe. Es ya uno más de los sueños regocijados del desarrollismo.
Lo que carece de poder, carece de rasgos nítidos: los artistas mejor
intencionados terminan viendo en los labios abultados y los bigotes ralos la
clave de su comprensión política del asunto. No hay relato de los orígenes ni
hay mitificación: el pelado no es mítico sino típico, le corresponde no lo
ritual sino lo pintoresco y un novelista como Carlos Fuentes puede todavía
derivar, en La región más transparente, a personajes como Gladys, Beto y el
Tuno, de la galería circense de las películas mexicanas.
Sin embargo, como sus
antecesores, la naquiza tiene historia, tiene sociedad y dispone de su
estética, nos guste o no, lo sepamos o no. Su historia: el desprecio imperante
ante el perfil de un indio zapoteca que no puede decir apotegmas, el desdén
ante el brillo (no verbal) de la vaselina y ante el esplendor (no tradicional)
de la chamarra amarillo congo y ante la ilustración que a veces concede el
certificado (no inafectable) de sexto de primaria, que respalda y encomia la
voraz lectura de cómics, fotonovelas y diarios deportivos. Su historia: la
opresión y la desconfianza, el recelo ante cualquier forma de autoridad, los
asentamientos urbanos como hacinamientos en un solo cuarto, el arribo a la
ciudad entre expropiaciones de cerros y enfermedades endémicas y quemadores de
petróleo en construcciones de cartón o de adobe o de material de desecho con
piso de tierra o de cemento. Su historia: el ir ascendiendo a duras penas o irse
quedando entre la malicia de su espíritu crédulo y su muy reciente pasado
agrario y su aprendizaje de la corrupción como defensa ante la Corrupción. Su
sociedad: la conversación como gracia de la única pileta de agua, el tendajón
como el ágora, la cerveza y la mezclilla como estructuras culturales, el ámbito
del vecindario y del compadrazgo como la identidad gregaria que se exhibe en la
vasta cadena de bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, matrimonios,
defunciones, quince años, graduaciones de primaria o de academias comerciales,
compadrazgos de escapularios, de coronación, del cuadro de la Virgen, de
alumbraciones y consagraciones. Su sociedad: el lenguaje extraído de
comentaristas deportivos, de cómicos de televisión, de películas, de radionovelas,
telenovelas y fotonovelas, la “grosería” permanente como único y último recurso
ante un idioma que los rechaza condenatoriamente, la diversión como un
desciframiento de las ofertas contiguas del sexo y de la muerte.
No hay relato de los orígenes ni hay mitificación: el pelado no es mítico sino típico, le corresponde no lo ritual sino lo pintoresco...
Su sociedad como visión de
los vencidos: el naco quiere aprender karate, le apuesta su alma al Cruz Azul,
ahorra con sus amigos para jugar squash una vez al mes, le tupe al futbol
llanero, sigue iniciándose con prostitutas, le entra ilusionado a los cursos de
inglés de donde nunca saldrá a conversación alguna. Seré sintético: enajenada,
manipulada, devastada económicamente, la naquiza enloquece con lo que no
comprende y comprende lo que no la enloquece. Y para qué más que la verdad: la
naquiza hereda lo que la clase media abandona.
La presentación de los aludidos
Mira manito, la apariencia
de la naquiza que hoy conocemos no tiene un origen tan distante. Quizás se
implantó por vez primera en Los Ángeles, California, a principios de los
cuarenta. Allí, en los ghettos de los mexicano-americanos, los pachucos
magnificaron y extendieron pantalones y sombreros con plumas y solapas y
tirantes y valencianas y zapatos y, como no sabían de la existencia del mal
gusto, creyeron en sus propias vibraciones de alegría y le dieron a la ropa una
truculencia y una extensión inusitadas, advirtieron en la exageración del
vestido el comportamiento disidente a mano. En México, la ropa del pachuco se
volvió —a través del cómico Germán Valdés Tin Tan y los galanes “cinturitas”
del cine nacional como Rodolfo Acosta—, la elegancia del arrabal sublimada por
la exageración, un envaselinamiento que le ahorraba al seductor todos los
preámbulos, una ropa como gana manifiesta de verse admirado y clasificado como
objeto erótico. El pachuco, que en los barrios de Los Ángeles fue una confusa
rebeldía social, floreció en México como confusa pero electrizada pretensión
sexual. Y, entre llamaradas de petate, brotó la primera estética definida de
los pobres urbanos que hallaron en el salón de baile su espacio social por
definición y en el danzón primero y en el mambo después, el ritual energético
que desplegaba y encumbraba la estética personal.
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German Valdés "Tin tan" popularizó la figura del Pachuco en el centro del país. |
Los sesenta son el segundo
gran momento de tal estética de los marginados, hecho posible por las modas
masivas, el prêt-à-porter. En el multitudinario festival de rock de Avándaro en
1971 (300 mil personas), se desborda, en plena catarsis, la naquiza, asida —por
medio de una profunda e instantánea aculturación— a la sensación vertiginosa,
instintiva y jubilosa de desentenderse de un país y elegir a otro. Primer paso
para desistir de ese México: la adopción religiosa de la moda. Miembros de
“clases-en-transición” (de la extrema miseria a la miseria extrema con aparato
de televisión), estos nacos clarifican su anhelo simbólico: fundirse en el seno
del consumo ostentoso y el desperdicio. En Avándaro, la naquiza se apropia
vicaria y desclasadamente de actividades de las clases medias, y hace suyos el
modo de oír música y el estilo del show, agregándoles la autodepreciación de su
lenguaje y el desarraigo de su conducta (la falta de metas como el darle la
espalda a las Tradiciones Seculares). Algo más: en Avándaro, la naquiza se
sorprende integrada al espectáculo, siendo por vez primera y a escala nacional,
espectacular. Lo que se paga de inmediato: el logro social del festival (¡¡La
Nación de Avándaro!!) se diluyó acto seguido y las características
estructurales que finalmente sí han presidido el encuentro y el entreveramiento
de las clases, rindieron homenaje a un rasgo permanente de nuestras instituciones:
la eliminación del conflicto directo en favor de la fluidez del proceso de
asimilación. Al estallar y revelarse nacionalmente como una fuerza social
distinta, una parte importante de la naquiza en Avándaro y a partir de Avándaro
logra fijar su propio contenido utópico: no se identifican con los ídolos pop
nacionales (no los hay) pero sí lo hacen con el estilo de vida a que acceden en
este patético y triunfal y desmedido apiñamiento, renuncian a esa suerte de
conciencia de clase que son las ordenanzas visuales de su rencor social y
aceptan una hegemonía consumerista que tan sólo les ha servido para
racionalizar una represión más directa. Su expresión clandestina se hace
pública sin que la revelación (exposición) de su lenguaje se insinúe siquiera
como acto liberador, sino como una variante —injuriar es confirmar, “vete a la
chingada” como aplauso con una sola mano— del metalenguaje de la asimilación.
Después de Avándaro, la naquiza descubre —no con palabras, sino con la serie
inacabada de represiones— que esa sensación de pertenecer al otro, recién
inaugurado México, de adherirse a una colectividad, que, entre el barro y la
lluvia y el pasón generacional, no los puede rechazar, correspondía al género
de las sensaciones utópicas, irrepetibles y que la continuidad de tal inmersión
comunitario/nacional no está en su mano. La alternativa inexistente: la
autonomía social e individual que daría una vida política y genuina. Sin
salidas, ese sector de la naquiza se decide por la extenuación de las drogas a
su alcance (inhalar tíner o cemento no es tanto avidez de sensaciones distintas
como resignación ante la crisis financiera que impide hacerse de mariguana),
por la sumisión siempre anacrónica a las modas de la clase media, por la
actitud colonizada de tercera mano.
En Avándaro, la naquiza se apropia vicaria y desclasadamente de actividades de las clases medias, y hace suyos el modo de oír música y el estilo del show, agregándoles la autodepreciación de su lenguaje y el desarraigo de su conducta [...] en Avándaro, la naquiza se sorprende integrada al espectáculo, siendo por vez primera y a escala nacional, espectacular.
Estética de la naquiza I. La nota roja
¿Qué es, qué puede ser en
nuestra democrática repartición de la cultura lo que he denominado
impresionistamente “estética de la naquiza”, la visión de lo bello de los
jóvenes de las clases desposeídas? No hay una sola respuesta, y uno va de las
sesiones con ritmos tropicales a las estampitas religiosas, de la lucha libre a
la absorta contemplación de melodramas. Estética aquí es también ética y
acumulación de satisfactores sociales: se extrae belleza en este caso de
cualquier situación regular, lo bello es lo frecuente. Véase, por ejemplo, la
“nota roja”, la divulgación amarillista de los hechos criminales, el cultivo de
la delectación ante lo sangriento al que se consagran revistas como Alarma y
Alerta, parte importante de los diarios más populares y lo que ya aparece como
cauda de fotonovelas. En la incitación de la “nota roja” no hay engaños. Sirve
de inmediato de escape o descarga, de catarsis rápida y accesible y también
—sin reticencias— le da al morbo una calidad delirante, de pesadilla que la
lectura convierte en sueño tranquilizador. Se aprovecha y se estimula la
emoción popular ante la sangre (mezcla de honor inducido y gusto apaciguado),
se insiste en los relatos pavorosos, en la prosa de la “decencia ultrajada”
que, sin escatimar detalle, inventa giros sensacionales. Se extienden las fotos
de los cadáveres en estado de putrefacción, de las prostitutas abandonadas en
la salida del Ministerio Público, de los homosexuales que ríen desde su
travestismo, de los niños monstruos con un ojo o dos dedos de más, de los
sátiros con niñas señalándolos. En la nota roja, ese momento de lo increíble
cotidiano (es tan fuera de lo común que nunca deja de producir una suerte de
satisfacción) adviene a una especie de voluptuosidad muy “bonita”.
Estética de la naquiza II. Juárez no debió de morir
En el salón Maxims el mago
baila. Cien pesos la entrada, pero aguanta. Lléguenle a la Sonora Matancera en
la celebración de su aniversario, y también, para amenizar, lléguenle a la orquesta
de Miguel Ángel Serralde con su repertorio a lo Glenn Miller, el boogie-woogie
(bugui-bugui) de los años de la Segunda Guerra, con su exaltada y tiránica
coronación de una pareja a la que van rodeando los demás. Con ustedes,
Bienvenido, el Bigote que Canta. “Sólo cenizas hallarás…”. La voz de un
cantante popular como Bienvenido Granda (como la voz de Daniel Santos o la de
Celio González o la de Julio Jaramillo o la de Olimpo Cárdenas o la de Carlos
Argentino, o la de Rigo Tovar o la de los cantantes del conjunto Acapulco
Tropical) es un instante climático de la estética de la naquiza. Allí se
cumple, de modo distinto y complementario al ardor de los tríos de boleros
románticos, un gozoso acercamiento al tótem de la sociedad mexicana, “lo
poético”, que en uno y otro caso se transmite primero por la voz y luego por
las letras, y en último término por la melodía.
La seducción amorosa como
emancipación de la poesía de la vida. El ligue como la lírica del acoso. El
faje como desfogue físico y creación individual. El culto a las apariencias
como elaboración artística, lo que en un tiempo fue la argucia conspirativa de
los lentes de sol a medianoche y la argumentación seductora del diente de oro
(“brilla por toda nuestra oscuridad”) y ahora es la impostación de los
modelitos de ropa pródigos en muestras (“El que no enseña no vende”) y el
fulgor del maquillaje barato. “¿Te gusta, mi vida? Es una orquesta muy padre”.
Y la compañera se sonríe y ojalá se hubiese teñido bien el pelo. No que así a
medias…
La voz levemente chillona,
completamente opuesta a cualquier propósito operático, el ritmo de la Santanera
que presagia o describe centenares de parejas en la pista, apretándose o
separándose con fervor monomaniaco, deseándose o fingiendo socialmente el
deseo, la melodía que suele ser tan recordable que uno la memorizó antes de que
apareciese en numen alguno, la letra que narra invariablemente un amor
suplicante o irritado o vehemente o autodestructivo pero nunca logrado, nunca
sedentario: “Cada noche un amor…”. Y la trompeta apunta velozmente un
comentario burlón y sagaz que solemnizan las maracas y afirma o desmiente el
piano.
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La Sonora Santanera |
La voz de estos próceres incita a hacerles segunda, no aleja, no deslumbra, no
apantalla. Eso no quiere decir que sean voces sin estilo.
Pero su estilo es el de
las barriadas tumultosas y las horas anhelando y entreviendo ese Santo Grial
que es el empleo, la refinadísima desfachatez de la “última noche que pasé
contigo”, la cachonda serenata en donde Daniel Santos requiebra a una sola
consonante y la arrastra y la lleva al altar y le da a “Virrrrrrrgen de
medianoche…” el acento de evocación muralista de la llegada del provinciano a
la capital. Allí, el estilo se ha forjado gracias a la admiración solidaria de
los vecinos en las primeras fiestas y se ha depurado y acendrado en miles de
sesiones parecidas con los jovenazos que descubren el beso en la nuca y la
sensación brumosa que incita a la pendencia y convoca a la autocompasión y al
elogio continuo de la prostitución y de la baja idea de uno mismo y del olvido
fácil y falso de la pena. La voz se extiende como otro golpe instrumental, una
cadencia sabrosona, con la carga cultural de lo “sabrosón”: complicidad,
reclame sexual, desafío a las primeras de cambio, convenciones de barrio y de
salón de baile, recorrido trabajoso y suplicante de la pista, a raspar suela,
prohibido tirar colillas para que las damas no se quemen los pies, el antiguo
humor grueso y el apogeo apretado (acurrucadito así) de la vulgaridad. Y la
monotonía vocal de Rigo Tovar vuelve prescindible el formalismo de la
invitación a un hotel.
Los antecedentes históricos
Sin método, al azaroso
abrigo del nacionalismo cultural, se ha intentado entre nosotros una estética
reivindicatoria de lo mexicano que no parta del rechazo mitificador y
“ennoblecedor” de una realidad, sino de su aceptación crítica. La tendencia
quizá fue inaugurada por Solís, el personaje idealista de Los de abajo de
Azuela: “¡Qué hermosa es la Revolución aun en su misma barbarie!”. Apagado el
impulso consagratorio del movimiento armado y la voluntad de congelar en el
retrato a trenes y soldaderas y juanes hoscos y ceñudos y tiernos, la estética
nacionalista se fue confinando a la admiración de naturalezas muertas
(paisajes, episodios históricos, símbolos de la Nación o de la Humanidad, etc.)
o arribó a la suprema transfiguración mitográfica y épica de la obra de
Siqueiros y Diego Rivera. La salvedad: en una parte importante de su obra, José
Clemente Orozco creyó en recuperar fragmentos esenciales de la vida nacional
sin la antesala del salón de belleza, y su serie de horrendas y descarnadas
prostitutas o plañideras, se constituyeron en sus proposiciones: aprendamos a
mirar la decadencia del primitivismo. El cine y la fotografía recogieron, sin
aceptarlo, su mensaje. En los cincuenta, Emilio el Indio Fernández intentó
entre aciertos geniales (de Flor Silvestre a Víctimas del pecado) tal énfasis
en la belleza de lo mexicano —magueyes y fogones, peones y soldados, serranías
y chozas, cabarets y rumberas— pero su fotógrafo Gabriel Figueroa plasmó todo
con ánimo clásico que volvía pretextos a los sujetos de su atención y los
insertaba en una composición admirable para perfilar penumbras del Salón México
o cocinas rurales con habilidad deslumbrante, museificada. Así engalanado, “lo
mexicano” devino tarjeta postal y los hermosos rostros de Dolores del Río y
Pedro Armendáriz se irguieron como cánones helénicos en medio de chinampas y
haciendas desiertas. Embellecidos, seres y objetos se mistificaron diluyéndose
en el prejuicio de la imagen perfecta cualquier otra intención.
...la estética nacionalista se fue confinando a la admiración de naturalezas muertas (paisajes, episodios históricos, símbolos de la Nación o de la Humanidad, etc.) o arribó a la suprema transfiguración mitográfica y épica de la obra de Siqueiros y Diego Rivera. La salvedad: en una parte importante de su obra, José Clemente Orozco creyó en recuperar fragmentos esenciales de la vida nacional sin la antesala del salón de belleza, y su serie de horrendas y descarnadas prostitutas o plañideras, se constituyeron en sus proposiciones: aprendamos a mirar la decadencia del primitivismo.
¿Qué indican dos fotos,
ambas del extraordinario Manuel Álvarez Bravo? En una, celebérrima, “La buena
reputación duerme”, una joven indígena se tiende con los senos al aire, ceñida
a una estética por así decirlo clásica: la fertilidad de las formas sensuales,
la composición límpida. En la otra, el presidente municipal de Sierra de
Michoacán aguarda en su oficina y el conjunto sorprende por su mezcla de
elementos inermes, desprotegidos. Allí está el hombre a quien la fotografía
despoja de su alma (su autoridad mínima pero concreta). De fondo, una pared
descascarada, los afamados y gastados retratos de Hidalgo, suponemos que de
Juárez y Morelos, el calendario de una fábrica de camiones y el proyecto de una
escuela primaria. Papeles, un tintero, una silla, la adhesión respetuosa a la
solemnidad del instante. Los elementos son míseros, escuetos, drásticamente
tristes. Pero son todo lo que se tiene, todo lo que hay.
Pocos han intentado
proseguir esta vía. No es muy atractiva la perspectiva de ofrecer nuestra
pobreza sin elementos de glamour y, digamos, el cine naturalista de Ismael
Rodríguez tomó del tremendismo no los elementos del shock sino el azucaramiento
del melodrama para mayor felicidad populista de Pedro Infante. Y desde hace
tiempo el desmedro, el entierro de cualquier pretensión reivindicadora y armonizadora.
¿Quién, luego de la espléndida labor narrativa y lingüística de Juan Rulfo, ha
querido reconciliarnos con lo que vivimos, no en actitud conformista sino para
hallar críticamente los elementos salvables en el desastre? El fatalismo es
nuestro humanismo: vivimos el inmenso, renovado horror del subdesarrollo.
Vivimos de asechanzas: el hambre, el smog, el mal gusto como todo gusto, el
deterioro, la falta de tradiciones, no hay museos, la arquitectura es la
sucesión de improvisaciones catastróficas, en la pobreza no hay descansos ni
alegrías visuales. Y se transcurre de la solidez de la dependencia a su
encumbramiento estético. Hace poco, en una mesa redonda, alguien afirmó: “Está
comprobado estadísticamente que el Distrito Federal es una de las ciudades más
feas del mundo”.
Lo que nadie niega y nadie
duda. Para la burguesía, México es la afrenta. Para las masas, México es la
perplejidad. ¿Adónde está el orgullo, adónde está el coraje de la ciudad en la
que habitan? Los pobres son aún más pobres en la búsqueda sin prestigios de los
valores poéticos y culturales a que puedan tener acceso, en su anticromática
adopción de “La Última Cena” y los minipósters de actores, toreros, futbolistas
y cantantes y el calendario del Flechador del Cielo y las estampas de santos.
Kitsch seguramente o cursilería, atrocidades lustrosas y regocijantes. Pero, de
nuevo, es lo único que tienen, esa estética que tanto hace sonreír a los
sectores ilustrados de clase media, el mundo tricolor donde las estatuillas de
barro de El Santo o Blue Demon y las correspondientes de San Martín de Porres y
la Guadalupana al amparo de una concha se delatan como cúspides de una voluntad
de acceder, como sea, al goce de la hermosura.
Estética de la naquiza III. Las ofertas de la calle
La calle es la
contingencia y la fatalidad. Y el escenario. Una prueba de los alcances
provincianos del Distrito Federal: en la calle sigue viviendo mucha gente. La
calle se conserva como guarida, foso, hotel, espejo, laberinto, cacería y
representación. Para muchos, la calle aún no es lo exterior, lo ajeno; todo lo
contrario: la calle es más íntima y más cordial y más posible que la casa, la
calle es la raíz y la razón, el yo y la circunstancia unidos orgánica,
indisolublemente. Para una enorme cantidad de mexicanos, la calle es el lugar
sedentario y solitario que se opone al nomadismo y al despliegue multitudinario
de la habitación.
En la calle, la fijación y
la obsesión de los aparadores. Los chavos se detienen y se fijan y se comparan
y adquieren los trajes consagratorios y los smokings verdes de las fiestas
decembrinas y las chamarras más demoledoras y los cinturones y los zapatos de
tacón alto (¡Alturízate!) y las camisas de la ostentación. Los aparadores son
otra versión dictatorial de nuestra morosidad sociopolítica; desde allí, los
maniquíes dorados de papel aluminio se estrenan como premonición a precios
populares del futuro homogeneizado y rígido. Los aparadoristas lo saben: lo
exótico es la supervivencia de lo atávico y lo llamativo rodea a una taza de excusado
forrada de papel estaño o a un maniquí vestido-como-se-debe y uncido a una
peluca anaranjada o roja. En esas iluminadas peregrinaciones inquisitivas por
los corredores del metro de Pino Suárez o por la Avenida San Juan de Letrán,
los aparadores se levantan como el nudo y el desenlace estéticos que deben
inundar al viandante con la certidumbre última: esto me queda, esto se ve
padrísimo, esto es retebonito.
A la naquiza la detiene
una confesión desde la ropa: si moda es status y uso de la moda es autobiografía,
estos chavos anhelan llamar la atención como solicitud de status: esto viste,
esto me pongo y aquí, en este peldaño de la escala del éxito, me hallo sin
remedio. Las confidencias de los atavíos son demoledoramente ingenuas. ¿Cuál es
la meta de la sofisticación, cuál es la índole de las pretensiones? La primera:
el gozo estético de triunfar sobre la vida, de salir del hoyo, del arrabal.
Mientras, la naquiza se sabe chafa, se descubre vestida en serie como hecha en
serie, se sabe irremediablemente fuera de las ópticas consagratorias y opone a
la ceguera del Poder sus colores naranja o verde o amarillo o rojo frenesí que
se atenúan y se borran en la multitud.
Estética de la naquiza IV. Sombras nada más
Una escena cumbre de la
estética de la naquiza. En un festival de la Alameda, con motivo de un homenaje
al desaparecido cantante de bolero ranchero Javier Solís. Los dolientes: el
Mariachi Vargas de Tecalitlán. Escenografía: reclinada sobre una silla, la foto
de Solís, con sombrero de charro, en fondo azul. Al fin y al cabo a Javier le
hubiera gustado que así fuera, él, cuyo primer nombre fue Gabriel Siria y que
pasó de ayudante de carnicero a mariachi de la plaza Garibaldi.
Allí están los ex
compañeros de Solís para declamar, cantándole, su historia: hijo del pueblo,
entraña nativa, te nos fuiste en plena gloria. Rockefeller empezó colectando
clips. Onassis fue dependiente en la Argentina. Javier Solís salió de las
instituciones folclórico-recreativas del mundo de Santa María la Redonda, se
emancipó de asediar automóviles y desafinar en serenatas y mostrar la fatiga
del cantante con lagunas en su repertorio. Yo sólo sé que no me las sé todas.
Para el mariachi, Javier Solís es lo que Pedro Infante para los carpinteros y,
lo que en alguna época, fue Lupe Vélez para las vicetiples: la seguridad de que
chance y ahí viene la buena, chance y salimos de ésta, mi cuate. En la Alameda,
los mariachis se fugan y abandonan en el escenario el retrato y a la silla y a
la voz de Solís cantando “Sombras”. Y entre lágrimas viviendo el pasaje más
horrendo de este drama sin final. ¡Qué importa! La lección estética se ha dado:
de un mariachi puede extraerse un Javier Solís. Y la medida de lo que fue y lo
que significa un Javier Solís la dan las aspiraciones de sus admiradores.
Sombras nada más entre tu vida y mi vida…
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Javier Solis, el Señor de las Sombras |
Estética de la naquiza V. Lo bonito
“Lo bonito” es a lo que se
tiene derecho, los residuos de la explotación convertidos en avalúos estéticos.
El pastelero crea un pastel en forma de guitarra excepcional para el músico, a
manera de ombligo para el cumpleaños del cirujano o, más comúnmente, elabora
parejas elaboradas y rosáceas. La familia demanda esa representación de “lo
bonito”. Sin “lo bonito” tampoco es posible seguir, existir. Hay que enviar una
carta “bonita” y de allí el emporio de los libros de cartas de amor. Hay que
conseguir que la chaquira hable por nuestros afanes de perfección y brillo y
por ello, en ese inmenso mundo del Primer Cuadro, del Centro, de las calles de
Corregidora o Isabel la Católica por donde pasan los cientos de miles de
personas, en ese universo de los pequeños negocios y las explotaciones soeces
de los trabajadores, la chaquira se abroga el privilegio de representar a la
Guadalupana o al Flechador del Cielo o a Snoopy o a Charlie Brown. La chaquira
brilla y refulge como lo más ostensible de un afán de darle a las mayorías
desposeídas (sin riesgo ni costo) los objetos luminosos que las acerquen, en
pleno arrobo, a lo bonito.
Las “complacencias
musicales”: ella le dedica la canción a él y explica por qué y su voz no
tiembla: es victoriosa, satisfecha, se está logrando, y junto a ella, se ríe
orgulloso él, acude la canción y las manos se unen levemente temblorosas y ella
—esperanza inútil, flor de desconsuelo ha voceado su amor ante el universo, se
ha quedado sin secretos: la pasión tiene un nombre y es un joven de la colonia
Pantitlán. La estética de la naquiza es relación personal, inmediatez, las
canciones se componen para ahorrarnos el esfuerzo declaratorio, para darle al
autoabatimiento palabras lindas con qué gritar a los cuatro vientos que no soy
nada y que nada valgo, para darle (insospechadas) proporciones estéticas a la
gratitud al bendito Dios porque al tenerte yo en vida no necesito ir al cielo
tisú. Y el “tisú” es lo que le conviene al cielo, si él y ella están enamorados
el cielo debe ser tisú, no hay tiempo de ir al diccionario, instintivamente se
conoce que allá arriba todo es tisú.
Crónica
de un reventón.
Dicen que no se siente el subdesarrollo
compáralo si puedes, Cielito, con este hoyo
Dicen que no se siente el subdesarrollo
compáralo si puedes, Cielito, con este hoyo
Genaro no se confunde. Él
no ha leído a Lobsang Rampa ni ha oído hablar de la sociología de movimientos
juveniles como la Onda y le vale todo lo relacionado con proyectos de
“alternativa existencial” y no sabe nada del Sistema y de la Enajenación y la
Manipulación. Él radica en la colonia Moctezuma, quiere agarrar empleo, tiene
17 años y trae una camiseta bien cotorra que a la letra dice “Let’s Fuck” y que
lleva a todas partes. Hoy le va a caer al hoyo fonqui.
Y son las seis de la
tarde, el momento justo de entrar y Armando no está friqueado ni aburrido. Y de
acuerdo a su punto de vista no tiene por qué estarlo. El friqueo y el
aburrimiento se dan en otra onda, implican otra noción del tiempo y de la
velocidad y del haber llegado.
Un joven escritor,
Parméndides García Saldaña, inventó un nombre que cundió con fortuna: “Hoyos
fonquis”. Lo “fonqui” (de funky, voz anglosajona que podría traducirse como
“grueso”, vulgar, rudo, intenso, espeso) se adecuaba con la descripción física
de un lugar como una madriguera, como una encerrona. Los hoyos surgieron en
1968 o 1969 y se popularizaron al cabo del festival de Avándaro. Por lo común,
son galerones de regular tamaño donde los grupos rocanroleros lanzan sus ondas
y los chavos se prenden y bailan y corean pretensiones. Los hoyos aparecen y
desaparecen, falta el permiso y se fijan los sellos, o continúan durante meses
desempeñando su encomienda de Centros Alivianadores (nótese la ironía de las
mayúsculas).
—Claro —dice nostálgico un
rocanrolero de la buena primera época, la de grupos como los Locos del Ritmo y
los Rebeldes del Rock y los Teen Tops y la sensación de la juventud como divino
tesoro—, ha cambiado todo. Antes las tocadas eran en Narvarte o Las Lomas o El
Pedregal y había garden parties cerca de la alberca y tocábamos “Sobre las
olas” a ritmo de twist y los padres de la chava de 15 años se acercaban al
final para intercambiar rollos y apoyábamos con una diana el discurso del
padrino. Luego llegaron los de la frontera con la greña hasta el hombro y no se
bañaban y decían que esa era la onda y allí empezó el desastre y ahora ya ves,
los hoyos fonquis quedan por la Industrial Vallejo o por la Avenida Ocho cerca
de Zaragoza o por Nezahualcóyotl. ¡Qué bajón social!
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Parménides García Saldaña, con su libro "En la ruta de la onda", dió voz a toda una generación. |
El Personal / Impresión
Genaro invitó a su cuate
Armando a que lo acompañe. No se trata de ir a ligar, nel, sino a lo que más
aguanta de los hoyos, meterse a rolar en compañía, con la música que no deja
oír ni la música. A la entrada (mientras ubicuos e inexplicables adolescentes
descargan amplificadores, mueven guitarras, se internan en camionetas),
alineaditos contra la pared, los chavos de siempre, inmóviles y con aspecto de
recién horneados o aparentando familiaridad con algo que allí no se encuentra,
pidiendo dinero para entrar.
—Coopera con una luz.
Armando reconoce a una que fue su “torta”, una chava que es demasiado de todo.
Se detiene a saludarla y a intercambiar ese antiguo sustituto de las
vibraciones llamado “vaga información de índole personal” y Genaro atisba el
cartel creyendo conocer muy bien a cualquier grupo que aguante en México (salvo
que no se hayan disuelto la semana pasada, la inestabilidad es la norma), así
toquen ahora en discoteques de la burguesía. Genaro no discrimina: también sabe
de los grupos que nadie pela pero con nombres espectaculares y de eficacia
concentrada como el Perro de las Dos Tortas o La Época de Oro de María Conesa o
La Decena Trágica.
En el hoyo, muy en onda, los letreros anuncian:
Hermano, Aliviánate con tu
chambra o cobija
en el guardarropa. Así Danzas mejor (you know)
en el guardarropa. Así Danzas mejor (you know)
Bienvenidos al
guardarropa.
Un peso por pañal o garra.
Un peso por pañal o garra.
Armando ya pagó su boleto
y no se molesta en calcular cuánto ganará el empresario cada domingo. En los
rincones, se improvisan grupos y se consolidan con paciencia admirable, allí
prolongan sus ambiciones de eternidad, intercambian frases como cortesía no
hacia los demás sino hacia la mínima práctica del idioma, apenas alteran la
expresión al ver a un conocido, se ríen por etapas, nunca de golpe, jamás la
efusión de la cantina, nunca la risa junta en un solo lugar, más bien
espaciada, por tramos, para que vaya relacionándose con una idea segmentada de
la realidad o de lo que sustituye a la realidad en caso de duda.
Antes las tocadas eran en Narvarte o Las Lomas o El Pedregal y había garden parties cerca de la alberca y tocábamos “Sobre las olas” a ritmo de twist y los padres de la chava de 15 años se acercaban al final para intercambiar rollos y apoyábamos con una diana el discurso del padrino. Luego llegaron los de la frontera con la greña hasta el hombro y no se bañaban y decían que esa era la onda y allí empezó el desastre y ahora ya ves, los hoyos fonquis quedan por la Industrial Vallejo o por la Avenida Ocho cerca de Zaragoza o por Nezahualcóyotl. ¡Qué bajón social!
En las escaleras, estos chavos —amigos de amigos de los de la tocada, groupies
sin saberlo, conocidos de sí mismos— aguardan cualquier acontecimiento que los
libere del hechizo de la espera, de ésta o de la que emprenderán dentro de un
rato.
Significados / Presiones
¿Qué lugar ocupan los
hoyos fonquis dentro de la subcultura juvenil? Vaya uno a saberlo, mejor la
dejo de ese tamaño y verifico, en medio del denso y golpeante sudor (un sudor
como marejada o clima artificial, trastorno ecológico, sudor de precipitaciones
y descensos, sudor que es una rendición prolongada por una resistencia, el
sudor como visión del mundo), las razones para identificar rock y sexualidad,
las simpatías del instinto están con el diablo.
Los chavos bailan con
acometividad tribal, se elevan y rugen o empeñan sus condiciones naturales y el
vértigo de su desplazamiento en la realización del baile. El baile es un
instrumento político del cuerpo, una prolongación que exige formas adecuadas,
formas que no deben contradecir el temperamento de su creador. La coreografía
es culpa y expiación, ponte teológico Eulogio, o crimen y castigo o sentido y
sensibilidad. Lo febril es lo tranquilizador, y una carga de sexo retenido (o
frustrado o mal avenido con la furia de la explosión demográfica como
recompensa de la pobreza) se va desinhibiendo y esparciendo, entre turbanadas y
aglomeraciones de sudor.
Sí, a lo mejor es cierto,
estos chavos encuentran más tedioso y sofocante el aire de afuera, el aire de
la represión en todos los órdenes que preside el paseo de Chapultepec o el más
desenfrenado de los actos sexuales, la represión que deprime o aniquila las
energías, la virginidad femenina es una afrenta expropiable y se es macho para
que nadie dude de la hombría, somos un país muy moral. Con las limitaciones
previsibles y lo espontáneo de los descubrimientos masivos, cada domingo en los
hoyos fonquis, los dos o tres que regula con avaricia la ciudad, los chavos y
las chavas reencuentran que la relación profunda entre el rock y la sexualidad
(no lo dicen si es que lo saben) es siempre de otra manera y con otras palabras
y ellos gritan y gesticulan y se arremolinan y se agolpan y se liberan —de las
ceremonias colectivas líbranos Autoridad— del paso muerto de todas las
exaltaciones y relajamientos que ese día, esa semana, ese año, no pudieron
tener.
El baile es un instrumento político del cuerpo, una prolongación que exige formas adecuadas, formas que no deben contradecir el temperamento de su creador. La coreografía es culpa y expiación, ponte teológico Eulogio, o crimen y castigo o sentido y sensibilidad. Lo febril es lo tranquilizador, y una carga de sexo retenido..
Intimidad / Proximidad
Y la chava baila sola, va
sola, accede al giro y a la simulación del ballet. Nadie le falta al respeto
entre otras cosas porque aquí nadie cree en lo que las buenas familias
entenderían por respeto, ésa no es la onda, se viene a oír las grandes rolas,
aunque todavía no haya bronca contra la moral sexual dominante, aún se le pide
a la nena que sea buena y a la niña otro besito y la atención está puesta en
agotar el sonido grueso, y la chava sigue bailando, abstraída, inmersa, muy
acá, y entonces uno sabe lo que significa “muy acá”. “Muy acá” es muy acá, nada
de distanciarse un milímetro, se trata de quedarme inmovilizado, no
desplegarse, ni huir del reventón, la tocada es aquí justamente, la chava es
muy acá, la chava mueve su cuerpo sin meterle demasiado ritmo para no
precipitarse en la rumba, solo muy acá. Genaro y Armando bailan solos, entre
sí, con todos los demás. Este domingo, entre organizaciones y estrategias de un
sudor dividido en estalactitas y estalagmitas, al compás del rock macizo, el
hoyo fonqui está muy acá.
El norte de la ciudad
Todo lo nuevo sucede
primero en el norte de la ciudad, en medio de la concentración de loncherías,
tlapalerías, autoservicios, vulcanizadoras, estudios de fotografía,
refaccionarias, billares, baños de vapor, estanquillos, misceláneas,
camioneras, ricas carnitas, mecánica automotriz, cementerios de automóviles,
perros callejeros. Se venden flechas y diferenciales. Al norte de la ciudad lo
ha vuelto compacto la ausencia de “zonas residenciales” y su carácter de orbe
cerrado a la comprensión de una estética tradicional y de una estética
vanguardista. Es la opresión visual, la sucesión de fachadas lúgubres y
ruinosas, prematura o logradamente ruinosas; es el agobio y los
embotellamientos, el ruido incesante, la muerte de los espacios verdes, la ira,
la indefensión, el odio, la impotencia.
En el norte de la ciudad
perdura el más antiguo de los hoyos fonquis, o salones rocanroleros, el Salón
Chicago (sito en la calle Felipe Villanueva), con su apariencia de casa de
familia modelo obsesionada por el amplio espacio y los azulejos y domesticada
por el rumbo de Peralvillo y las bajas posibilidades adquisitivas. Sitio que
amparó a una casa de huéspedes o a un fallido salón de quinceañeras, el Chicago
es un emplazamiento estratégico y una vocación adquirida de sus habituales, a
quienes antes se conocía como “muchachada” y ahora designan como el Personal.
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Salón Chicago, uno de los hoyos funqui mas antiguos al norte del Distrito Federal. |
El Personal. ¡El
Personal!!! Los asistentes están uniformados en su inmensa mayoría por signos
culturales y raciales. A su cultura la han nutrido las horas-TV y la
indiferencia filosofal de los pósters y el anudamiento con sus radios de
transistores y esa hambre de internarse en los vericuetos de la “modernidad”: un
ruido/una música/una experiencia; a su cultura la guían los gustos reaparecidos
a la hora de elegir camisas y chamarras y sombreros de western y pantalones
acampanados o de pata de elefante, los gustos dictaminados por una publicidad
babilónica. Por otro lado, y para decirlo de una vez con palabras fatales, son
nacos y se les nota. Como nacos, deslizarse orgullosamente en un agujero es
aventura de todos los días. Como nacos, se sienten y son desplazados de un
centro que conserva señales de identidad excluyentes y exclusivas. ¡El naco en
México! Aquel que no niega desde su apariencia su adhesión a la Raza de Bronce
clang! clang!, que es prietito de los meros buenos, que ha recibido de una
fracturada clase media y una ensoberbecida burguesía el calificativo que aísla
y degrada: naco, que a la letra dice sin educación y sin maneras, feo e
insolente, sin gracia ni atractivo, irredimible, imagen inferiorizada de un
país menor, lleno de complejos, resentido, vulgar, grueso, con bigotes de
aguamielero, le va al Santo, masca chicle y en su casa no lo saben.
El naco se sabe y se
contempla jodido, ahuyentado, siempre de aquel lado de la barrera. Pero saberse
naco no es aceptarse como tal y de modo combativo, y así el susodicho actúa en
la desesperanza, sin palabras, sin conceptos organizativos, sin acceso a una
conciencia reivindicatoria. El largo abrazo de la Unidad Nacional lo ha
proscrito, lo ha dejado de lado, lo ha incluido ocasionalmente en acarreos, lo
ha acorralado en el júbilo de los festivales “cívicos” donde los intérpretes y
favoritos desgranan las canciones de moda. Y luego de las elaboraciones
sexenales sobre el destino de la Patria, la Unidad Nacional —lucha de clases,
¡absténte!— lo ha dejado en la golpeada fascinación del desempleo, en el taller
del maestro López, en la búsqueda de camisetas con inscripciones apantallantes.
Desde el proletariado o desde el lumpenproletariado, desde las aglomeraciones
familiares, desde esa búsqueda de agua, drenaje y electricidad del nuevo
encuentro de las tribus de Aztlán, el naco se deja venir, cada vez más numeroso
y avasallante, como la presencia masiva que ya define al Distrito Federal.
¡El naco en México! Aquel que no niega desde su apariencia su adhesión a la Raza de Bronce clang! clang!, que es prietito de los meros buenos, que ha recibido de una fracturada clase media y una ensoberbecida burguesía el calificativo que aísla y degrada: naco, que a la letra dice sin educación y sin maneras, feo e insolente, sin gracia ni atractivo, irredimible, imagen inferiorizada de un país menor, lleno de complejos, resentido, vulgar, grueso, con bigotes de aguamielero, le va al Santo, masca chicle y en su casa no lo saben.
Clama la decencia azorada.
El arquitecto Mauricio Gómez Mayorga en belicoso artículo declara: “Están
convirtiendo a México en la Gran Changotitlán”. ¡Los changos, los simios, los
nacos! Con su rostro declaradamente torvo, con sus facciones que tanto
contrarían al ideal de perfección publicitario. ¿Dónde la rabia superior?
¿Dónde las expresiones arrobadas de quien se abisma en la pausa que refresca?
¡La Gran Changotitlán! Cada estación del metro vomita nacos en oleadas, con sus
chamarras grasosas y sus pantalones vaqueros y sus camisas floreadas y su risa
desdeñosa para los cuates. ¡Qué ganas de molestar! ¿Cómo vamos a ser una nación
contemporánea si esos tipos arruinan, fastidian, mellan, vulneran el paisaje?
Por lo demás, ¿quién redime a México de la carencia de una estética que
justifique y exalte el país? Grecia tiene el Partenón y Roma la Capilla Sixtina
y Francia dispone de París entero y los museos atestiguan los ideales de
perfección clásica de Occidente, pero México cuenta con grupos de señoras de
Las Lomas y el Pedregal visitando ruinas y capillas pozas en medio de difusas
explicaciones de la pintura virreinal.
Soltar vapor
En el Salón Chicago cada
semana se congregan de mil a mil quinientos chavos, ávidos de emociones a
todísima. A lo que estos chavos vienen es a soltar vapor. Durante la semana los
regaña y los friega el agente de tránsito, los regaña el maestro del taller, o
el gerente del almacén, los regañan en su casa porque no consiguen chamba.
Llega el domingo y de lo único que tienen ganas es de soltar vapor.
“Soltar vapor”, el
desgaste funcional, desahogarse, consumarse en catarsis diminutas o máximas,
extenuaciones y cumplimientos de la voluntad, instantes y horas de la descarga,
el desfogue, la intensidad como grito y palmoteo y alarido y respiración
agitada. En el escenario del Chicago, sobre ese templete con su pasarela, un
grupo no muy interesante con su cantante invitado a quien le llaman “el
Grueso”, el personaje obviamente felliniano que se ostenta como freak. El
Grueso alienta y alerta al público, entiende su papel como incitador y
concentrador del vigor de las masas, amenaza con un striptease, se quita la
camisa, le arrebatan la bufanda, lucha por ella, acuden en su auxilio, alguien
desciende al centro de la masa hirviente y da golpes, se rescata trozada la
bufanda, el Grueso explica que era un regalo muy querido de un músico inglés
pero que no importa está ahora el pedazo en mejores manos, el público al que
ama y que lo sigue en su show no muy estremecedor.
El Grueso culmina
renunciando a su camisa y arroja el resto de su bufanda y amenaza con dejarse
caer sobre la densa y compacta masa y repite un chiste y cuenta que la última
vez que se lanzó así le cayó a un cuate de 18 años que le cobraron como si
fuese nuevo. Irrumpe el intermedio y los músicos del siguiente grupo acomodan
sus instrumentos y el Personal se impacienta y chifla, el aplauso no es ya aquí
la medida de todas las cosas, pueden aplaudir o rugir o emitir lo que los
antiguos conocían como “palabrotas”, el estallido de las ovaciones puede ser
menos significativo que un chiflido penetrante como una devastación.
El manejo del público. A
un grupo le ha estado fallando el sonido y el Personal se ha encrespado y para
que haya la paz, el pianista/maestro de ceremonias grita “¡Viva México!” y la
raza esencializa su respuesta en un rugido, y el chavo en el micrófono vuelve a
gritar “¡Viva México!” y halla idéntica rugiente respuesta y entonces como
contraataque exclama a todos sus decibeles “¡Viva Estados Unidos!” y la
rechifla prosigue no sabemos si aumentada, pero es suficiente para que el chavo
pianista diga “Ya ven ah, verdad?”. Entonces “¡Viva México!”, y en todo ese
juego elemental de controles y persuasiones el Personal se aliviana, arrecia su
densidad o se hace a un lado como cuando el Grueso prometió lanzarse y se
engendró un espacio de respeto o miedo o como cuando el Grueso lanzó el último
pedazo de su bufanda y los chavos revivieron el momento de la piñata o del
botín en la residencia solitaria y se arrojaron a la ansiada rapiña empujándose
y aventándose y echando un relajo bien efectivo.
¡La Gran Changotitlán! Cada estación del metro vomita nacos en oleadas, con sus chamarras grasosas y sus pantalones vaqueros y sus camisas floreadas y su risa desdeñosa para los cuates. ¡Qué ganas de molestar! ¿Cómo vamos a ser una nación contemporánea si esos tipos arruinan, fastidian, mellan, vulneran el paisaje?
Adviene el nuevo grupo,
llegado de Guadalajara, que responde al ornamentado nombre de Toncho Pilatos y
—para uno, observador entusiasta— el espectáculo sufre un vuelco cualitativo.
Porque su cantante y líder, el propio Toncho Pilatos, es un naco definitivo,
pómulos acentuados, tez cobriza, mata (cabellera) pródiga que acentúa el
aspecto de comanche o de sioux. A la segunda canción, Toncho Pilatos ha
definido su estilo y pretensión: crear el rock huehuenche, utilizar elementos
indígenas y fundirlos con el rock muy heavy. Pretensión y estilo se centran y
se desbordan en la figura de Toncho, que puede recurrir a ocho o diez maracas
para agrandar su vocación de Mick Jagger convertido en danzante de la Villa de
Guadalupe, la violencia orgásmica de la tradición del rock que adquiere la
monotonía pausada, la repetición estremecedora del danzante indígena. “No hizo
igual con ningún otro conjunto”.
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Carlos Monsiváis y su caracterización de un Santa Claus desarrapado y borracho en la película de 1967, Los Caifanes. |
El mensaje, si uno puede
desprenderlo aunque nadie lo dicte o elabore conscientemente, es muy claro:
Naco is beautiful, como antes black ha sido beautiful y, en ciertos sectores
chicanos, brown ha demostrado ser beautiful. A los sectores marginados les
corresponde allegarse nociones de prestigio, les corresponde desbaratar la
marginalidad y los prejuicios de, por ejemplo, una sociedad que sólo acepta la
belleza criolla como consuelo por no poseer la belleza nórdica. El feroz
racismo mexicano ha confinado a la enorme mayoría de un país y le ha señalado
su ausencia de atributos verdaderos, ha ponderado la excelsitud incompartible
del físico de las minorías, ha extirpado con brutalidad cualquier sueño de los
jóvenes nacos ante el espejo. ¿Quién los defiende, si en los mass-media
incluso, para representar a una sirvienta llamada María Isabel se usó a una
rubia llamada Silvia Pinal?
Naco is beautiful, como antes black ha sido beautiful y, en ciertos sectores chicanos, brown ha demostrado ser beautiful.
Por eso Toncho quizás a
pesar suyo, pero no necesariamente, es una reivindicación. Naco is beautiful
proclaman su arrogancia y el paso reiterativo de quien le ofrece a la Morenita
la seriedad de su obsesión y monomanía coreográficas. Y esa representación de
aspiraciones raciales y culturales consigue la atención absorta del público, la
transformación del baile en concierto, el Chicago es Bellas Artes, el rock
huehuenche es la música clásica de este sector de la generación de nacos que se
contempla y se refleja en pasos y gritos y ademanes de rechazo y desprecio.
Vaga, oscura, confusamente, Toncho está afirmando que Naco is beautiful y está
siendo aprobado entusiastamente por una audiencia vivamente concernida por las
consecuencias estéticas y psicológicas del aserto (aunque no se atreva a
verbalizarlo).
El feroz racismo mexicano ha confinado a la enorme mayoría de un país y le ha señalado su ausencia de atributos verdaderos, ha ponderado la excelsitud incompartible del físico de las minorías, ha extirpado con brutalidad cualquier sueño de los jóvenes nacos ante el espejo.
Los hijos de Calles y la Coca-Cola
Sin duda, el naco es el
descendiente legítimo del pelado y del lépero, esos fantasmas del latifundismo
urbano, la gleba hirviente en los numerosos motines del XIX, los saqueadores
del Parián, los incapaces de ilustración y gracia y refinamiento y distinción,
los del pelambre hirsuto sobre los labios, los caricaturizados alegremente
—junto a una “changuita” (sirvienta) de moños colorados— por Audifred y
cruelmente (espantándose las moscas) por Abel Quezada. Nacos somos todos pero
la naquiza, ese plural inferiorizador, sólo designa a una turba despojada y
crédula y finalmente dócil, envilecida por los mass-media, entre el desempleo y
el subempleo, azotada entre pésimas rolas, alivianada entre los cuates, educada
en lo que a política sexual se refiere por las conversaciones en la esquina o
del atento estudio de fotonovelas como Casos de Alarma o Valle de lágrimas. Son
los empleaditos y los aprendices y los vagos y aquellos que a la familia ni por
aquí se le pasó que estudiaran, los seres cuyo entusiasmo se condiciona para
que no lo opaque la sordera y que, símbolos del caos emergente, se van
extendiendo y centuplicando, impregnando de nuevo de turbas amagadoras los
edenes oníricos de la burguesía, convirtiendo en ghettos a las antaño
insolentes “colonias residenciales”. Brutal y triunfalmente, la naquiza es y
será de modo creciente, en su falta de politización y de salidas organizativas,
el panorama ominoso de las ciudades, el paisaje vencido y enérgico que rodea al
cada vez más dudoso ascenso de las clases medias y a las ruinas invictas de ese
enorme aparato de triunfo y humillaciones, la difunta y voluntariosa Revolución
Mexicana.
Nacos somos todos pero la naquiza, ese plural inferiorizador, sólo designa a una turba despojada y crédula y finalmente dócil, envilecida por los mass-media, entre el desempleo y el subempleo, azotada entre pésimas rolas, alivianada entre los cuates, educada en lo que a política sexual se refiere por las conversaciones en la esquina o del atento estudio de fotonovelas como Casos de Alarma o Valle de lágrimas.
Los
seres humanos piensan muy despacio.
Apenas entienden en las generaciones venideras.
—Stanislav Reyi Letz
Apenas entienden en las generaciones venideras.
—Stanislav Reyi Letz